Una novela real (2002)
Reseña de Juan Forn
Novelas de dos mundos
Una novela real- Minae Mizumura
Traducida del japonés por Mónica Kogiso
En 1898 un veinteañero ignoto llamado Futabatei Shimei cambió por sí solo el criterio de traducción literaria en Japón e inauguró la literatura moderna de su país. Educado en una escuela bilingüe de Nagasaki donde todas las materias se dictaban en ruso, con profesores rusos, Shimei pensaba, como muchos jóvenes de su época, que eso le serviría para conocer mejor la mentalidad del enemigo. En cambio descubrió la literatura rusa, y fue un amor fulminante, que terminó de sellarse el día en que Shimei se sentó a traducir un cuento de Turgueniev respetando a rajatabla el original y con esa traducción demostró a sus compatriotas cómo podía sonar, cómo sonaba realmente la literatura rusa en japonés.
Desde que Japón había abierto sus fronteras al mundo, treinta años antes, venía produciéndose en la isla un acelerado proceso de fascinación con todo lo occidental. La avidez por comprender a Occidente era en realidad afán de por fin ser parte del mundo real, luego de siglos de insularidad. Pero aquel mundo era tan diferente que a veces resultaba incomprensible para un japonés. Por eso tenían enorme popularidad las honkaku shosetsu: esas versiones en japonés de las grandes novelas decimonónicas europeas (desde Balzac, Dickens y Tolstoi a los Dumas y las Brontë) cuyas peripecias y personajes eran “japonizados” por los traductores para que al lector nipón le fueran más comprensibles (a veces también se las resumía e incluso se les cambiaba el final). La minuciosa, maníaca, ferviente manera de traducir a Turgueniev de Futabatei Shimei permitió por primera vez al lector nipón experimentar cabalmente el estilo, la pluma de los escritores occidentales, cosa que abriría el diálogo entre la tradición japonesa y europea de hacer literatura, cosa que daría como resultado el nacimiento de la literatura japonesa moderna.
En lo sucesivo, las simpáticas honkaku shosetsu quedarían relegadas, pero no serían del todo descartadas: con el tiempo se convirtieron en el objeto perfecto con el cual iniciar en la práctica de la lectura a los niños –y en especial a las niñas– de Japón. A propósito, honkaku shosetsu significa literalmente novelas ortodoxas, novelas como dios manda.
Lo cierto es que las honkaku shosetsu eran un objeto de otra época en el Japón de posguerra. El culto a Occidente había cambiado mucho con la ocupación del general McArthur. Para los japoneses cuyas nacientes empresas comenzaban a abrir filiales en el extranjero valía mucho más ser enviado a Estados Unidos que a Europa. Pasar de las carencias del Japón de posguerra a la Norteamérica de Eisenhower y Doris Day era como tocar el cielo con las manos. Y eso fue lo que sintió la familia de Minae Mizumura (padre, madre, hermana mayor y la pequeña Minae) al entrar en el coqueto chalecito en Long Island que les había elegido la empresa.
Corrección: eso sintieron todos los miembros de la familia Mizumura menos Minae. “Yo sentía como si hubiese sido arrojada a ese mundo, y con la obstinación de los adolescentes le cerré mi corazón y me dispuse a dejar que los años pasaran”. En lugar de celebrar su nueva vida, en lugar de aplicarse a estudiar inglés, como su hermana mayor, su padre y hasta su madre, Minae se refugió en la pequeña biblioteca de honkaku shosetsu perteneciente a la infancia de su madre, que providencialmente había llegado desde Japón entre el equipaje de la familia. Minae devoró uno por uno los libros del estante, y volvió a leer desde el primero cuando terminó el último, y mientras tanto elegía materias como plástica o francés en la escuela, para hablar el mínimo inglés posible, y mientras tanto su japonés fue alimentándose secretamente de la límpida y atemporal prosa de aquellas novelas, además de absorber distraídamente el lenguaje mucho más desflecado y coloquial de las visitas que se hacían presentes cada fin de semana en casa de los Mizumura y procedían a alcahuetear con los dueños de casa acerca de cada uno de los integrantes de la pequeña comunidad nipona de Long Island.
En una de esas veladas dominicales oyó Minae por primera vez el nombre de Taro Azuma, un muchacho japonés apenas tres años mayor que ella, huérfano de guerra, llegado a América como chofer particular de un magnate con inversiones en Tokio, que al poco tiempo de arribar se quedó sin trabajo y sólo logró entrar en el escalafón más bajo de la empresa donde trabajaba el padre de Minae gracias a los buenos oficios de éste. El padre de Minae en cierta manera adoptó al joven, lo llevó varias veces a su casa a cenar, le dio hasta los libros de inglés que había usado su propia familia para aprender el idioma y se sintió traicionado el día en que el pujante Taro Azuma decidió sin el menor escrúpulo dejar la firma ante una mejor oferta laboral de una empresa norteamericana.
Los años pasan. Taro Azuma logra tener su propia empresa, la primera de las que habrán de conformar su imperio. Mientras tanto, el padre de Minae muere, la madre se vuelve a casar y la hermana termina la universidad. Ambas han adoptado el american way of life y se quedan a vivir en Estados Unidos, mientras que Minae regresa a Japón, cursa la carrera de letras, se dedica a enseñar y a escribir. Enseña en la universidad, publica una novela, empieza a escribir otra, se traba. Recibe de tanto en tanto invitaciones para enseñar un cuatrimestre en alguna universidad norteamericana. En esos viajes ve a su hermana y llegan a sus oídos comentarios sobre el ascenso continuo y la soltería impenitente de ese muchacho tan atractivo y misterioso que supo trabajar para su padre antes de empezar su meteórica carrera en el mundo de los negocios.
Los años pasan. Y, un día, Taro Azuma desaparece. Primero no se comenta otra cosa y luego se va olvidando de a poco la noticia en la comunidad nipona en territorio estadounidense. Minae está dando un modesto seminario de literatura japonesa en una universidad californiana, cuando un muchacho japonés la intercepta antes de clase y le pregunta si es cierto que ella conoció a Taro Azuma cuando era joven. Ese muchacho que ha llegado por mero azar y descarte hasta ella, ese muchacho que ha conocido al Taro Azuma que nadie más en América conoce, y que fue uno de los últimos en verlo en Japón antes de su desaparición, ese muchacho que conoce todos los secretos de Taro Azuma menos uno (el menos importante de todos: su paradero) y que necesita contarle a alguien todo lo que sabe, es como si le dijera a esa estricta y metódica señora de mediana edad en que se ha convertido la antaño obstinada adolescente Minae Mizumura: ¿querés que te dé lo que estuviste buscando ávidamente todos estos años?
Así encuentra Minae Mizumura el libro de su vida: en el relato que le hace ese muchacho, unido a sus propios recuerdos de Taro Azuma y de Long Island en los años ’60, y del Japón de su primera infancia y del que se encontró a su regreso de Norteamérica (el Japón de la Burbuja Económica y el del fin de los años de pujanza). Y por debajo de todo, dictándole en secreto cómo contar esa historia están aquellas honkaku shosetsu de su infancia, esas novelas leídas una y otra vez que conformaron la secreta identidad de Minae Mizumura, la piedra angular de su decisión de no quedarse en América sino volver a Japón, y escribir, escribir en japonés, escribir en ese japonés de otra época, de otro mundo, absorbido de las honkaku shosetsu de su infancia, una novela de verdad, una verdadera novela, una novela como dios (el dios de la literatura) manda.
Mizumura le puso de título a su novela Honkaku shosetsu, textualmente. El libro tuvo sus lectores iniciales en el reducido circuito académico literario japonés, como había ocurrido con la obra anterior de Mizumura, pero esta vez su camino no se detuvo allí: pasó esa primera frontera y siguió circulando de mano en mano, ganó un premio de prestigio y reconocimiento como el Yomiuri, se reimprimió y reimprimió, comenzó a ser traducida. El mes pasado llegó a nuestro idioma (con el título Una novela real). Leopoldo Brizuela, que había conocido a Mizumura en el Programa Fullbright de Iowa, y Oliverio Coelho, que la conoció en Japón a instancias de Brizuela, convencieron a Adriana Hidalgo de publicar este novelón de seiscientas páginas y le hicieron hace unas semanas un hermoso reportaje a Mizumura en adn, en el que terminaban preguntándole su opinión de Haruki Murakami. Con su respuesta, la Mizumura espantó a muchos de los lectores argentinos que podría –que debería– tener su novela. Dijo: “Tengo entendido que todas las traducciones de Murakami se basan en la versión inglesa, que está muy editada y acortada respecto del original. Supongo que su editor inglés ha hecho un excelente trabajo, porque no conozco ningún intelectual japonés que se tome en serio los libros de Murakami”.
También Murakami ha fijado su posición sobre los intelectuales japoneses. En el prólogo de su último libro de cuentos, Sauce ciego, mujer dormida, dice que el relato “Conitos” “revela en forma de fábula, como podrán ver fácilmente los lectores, mis impresiones del establishment literario japonés, al que nunca pude integrarme”.
Hasta el final de su vida, Kawabata se negó a editar en forma de libro su folletín de juventud La pandilla de Asakusa. También planeaba quemar el manuscrito de Lo bello y lo triste antes de morir. Conozco lectores argentinos de Kawabata que, en cuanto se enteraron de eso, les dejaron de gustar de golpe aquellos dos libros maravillosos. Privarse de Mizumura por la opinión que emitió sobre Murakami (o descalificar a Murakami por esa boutade de la Mizumura) sería igual de desafortunado.
Permítanme explicar por qué. Si hay un libro reciente en la literatura japonesa que tiene lazos subterráneos de hermandad con Una novela real, ese libro es Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, un novelón de seiscientas páginas (como el de Mizumura) que retrata los cambios en la sociedad japonesa de la posguerra para acá (como el de Mizumura), que ganó el Premio Yomiuri (como el de Mizumura) y cuyo autor es Haruki Murakami.
¿Pueden ser tan afines los libros de dos escritores que tienen tan poca empatía el uno por el otro? ¿Pueden tener tan escasa empatía personal los autores de dos libros tan íntimamente afines? No lo sé. Lo que sí sé es que Murakami y Mizumura enfrentaron similar incomprensión y necedad cuando decidieron escribir Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y Una novela real. En el caso de Murakami, no sólo decepcionó a sus fans por no limitarse a publicar un Tokio Blues tras otro, sino que irritó a la intelligentzia al osar escribir una novela “en serio” sobre la psique nipona y las consecuencias del culto ciego al Emperador, la derrota en la Segunda Guerra y el boom económico posterior. En el caso de la Mizumura, durante años debió soportar la incredulidad con que muchos de sus amistades y colegas académicos veían su decisión de dónde vivir y qué hacer con su vida: ¿volver al Japón, en lugar de quedarse en Estados Unidos? ¿Escribir en japonés, habiendo tenido la oportunidad de que el inglés fuese su idioma?
Mizumura dice al respecto: “La elección entre el inglés y cualquier otro idioma no representa una elección entre dos idiomas. Representa una elección entre un idioma universal y un idioma local”. Y va más lejos: “Mi propósito quizá parezca megalómano. Escribo en japonés para evitar que el mundo sucumba a la tiranía del inglés”.
El japonés de Mizumura es de una limpidez atemporal (algunos lo adjudican al hecho de que Mizumura haya vivido tanto tiempo fuera de Japón y otros al efecto residual de aquellos honkaku shosetsu devorados en la adolescencia). Sugestivamente, Mizumura usa ese japonés unánimemente elogiado por las críticas de su país para crear un mundo a la manera de las grandes novelas europeas. Usando una en particular como comodín: Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Una novela real es –como supo serlo la excelente Ancho mar de los Sargazos de Jean Rhys– un cover, una reescritura de Cumbres borrascosas, sólo que ambientada en Japón: Taro Azuma es Heathcliff, el libro ofrece una poderosa historia de amor y odio. Pero, a la vez, es un artefacto completamente autónomo: un fresco fascinante de las expectativas que había en Japón por reintegrarse al mundo en los años posteriores a la Segunda Guerra (o, para remontarnos más lejos, al comienzo de su vínculo con Occidente en 1868) y cómo la emulación y mimetización con lo occidental “ha uniformado nuestras vidas y nos ha dejado con las manos vacías de sentido y llenas de nuestra propia versión de la sociedad de masas”.
En los 150 años que van desde 1868 hasta hoy, dice Mizumura, Japón “hizo realidad a un altísimo precio su sueño de estar a la par de Occidente, económica y tecnológicamente. Pero también es cierto que logró una sociedad en la que, a diferencia de lo que ocurrió siempre en nuestro pasado, ninguno de sus grupos puede ejercer total hegemonía sobre los otros”.
Ese cambio que ya ha ocurrido en las novelas de Murakami o de Banana Yoshimoto; ese cambio sobre el cual se interrogaban con atronadora delicadeza las novelas de Tanizaki y Kawabata, Mishima y Oé; ese proceso de cambio es el que vemos suceder frente a nuestros ojos a lo largo de la novela de Mizumura.
Retratar una época como si ya hubiese cristalizado, como si su sentido hubiese fraguado por completo, es una característica de las grandes novelas clásicas que se experimenta al leer Una novela real. Sospecho que aún somos muchos los que a veces nos olvidamos de que la segunda mitad del siglo veinte ya es otra época. Mizumura nos lo hace entender de manera magnífica hablándonos de un puñado de mujeres y un hombre en un rincón de Japón.
Vivimos una época en la que, por desgracia, no son frecuentes las novelas como ésta. Eso hace doblemente imperativa la lectura de Una novela real. Minae Mizumura es, para decirlo en una palabra, aquello que le faltaba a la literatura japonesa: una mujer de verdad, una escritora de verdad que escribe novelas de verdad, como las que supieron escribir Tanizaki y Kawabata, Mishima y Oé, y quizá también Haruki Murakami –mal que le pese a la propia Mizumura.
Entrevista
El amor trágico en clave japonesaPor Leopoldo Brizuela y Oliverio Cohelo
Después de revolucionar un medio literario dominado casi exclusivamente por figuras masculinas, la escritora japonesa Minae Mizumura se apresta a desembarcar en varios países de Occidente con su aclamadísima Una novela real , comprada por editoriales tan prestigiosas como Random House y Le Seuil. La traducción argentina, que lanza en estos días Adriana Hidalgo Editora, es la primera en aparecer y esta, la primera entrevista concedida por Mizumura a un medio extranjero.
Una novela real es una apasionante recreación del clásico romántico Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, en el marco de la comunidad japonesa de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y en las décadas inmediatamente posteriores. El cañamazo de la historia de amor más emblemática en lengua inglesa sirve a Mizumura para realizar, entre otras cosas, un virulento estudio sobre el papel del resentimiento en una comunidad acosada por infinitas violencias externas, pero también sobre el derrumbe de un orden feroz en el que empiezan a escucharse, por primera vez, las voces de sus víctimas más secretas.
Nadie más alejado del prototipo de la mujer japonesa moderna que Minae Mizumura. La ironía amable y la mirada tersa le dan ese remoto aire refinado que también se percibe en las fotos de Sara Gallardo o Clarice Lispector. Esta mujer atemporal sopesa las respuestas -que envió a través de múltiples idas y venidas de correo electrónico y teléfono- como si revisara recuerdos; sin timidez, con deliberación, encuentra réplicas memorables que anticipan, en definitiva, el estilo y la inteligencia de Una novela real. "Nací en Tokio en la década de 1950 -cuenta-. Soy rigurosamente celosa en cuanto a la fecha, al menos por ahora. ¡Japón es un país tan absurdamente obsesionado por la edad! Me encanta pensar que hay gente que pierde el tiempo en adivinar cuántos años tengo."
-¿Cómo era su familia?
-Crecí en una familia de ciudad y de clase media. Por suerte, estábamos rodeados de ricos, parientes y amigos de la familia, modelos perfectos para una novela, casi siempre muy divertidos. La población urbana del Japón, en especial las clases más acomodadas, había venido abrazando apasionadamente la cultura occidental desde que el país abrió sus puertas al mundo, en 1868. Fue el caso de mis padres... Nuestros gustos estaban, me di cuenta después, levemente por encima de nuestras posibilidades. ...ramos rematadamente esnobs En mi casa solo se escuchaba música occidental. Solo íbamos a ver películas de Occidente. Mi hermana y yo tomábamos lecciones de piano y de ballet. Nos regalaron una colección de literatura europea adaptada para niños. Crecimos leyendo no solo a las hermanas Brontë, sino a Hugo, Tolstoi, Chéjov, Goethe, Pushkin, Shakespeare, Andersen, Alexandre Dumas -el père y el fils [padre e hijo]-, entre muchos otros; una sorprendente variedad, si lo pensamos bien. Lamento confesar que no leí ni a Cervantes ni a Borges hasta que fui mayor.
-¿Cómo eran sus ancestros? ¿Es verdad que su abuela era geisha?
-¡Oh, es una historia tan complicada que podría escribir otra larga novela! Cuando yo era chica, en nuestra pequeña casa había dos ancianas, una loca, la otra no. Una era la madrastra de mi padre. Su madre biológica había muerto inmediatamente después de darlo a luz; mi abuelo, que era un hombre muy rico, se casó con su amante, que, como solía ocurrir, era una geisha sur le retour [de vuelta]. La pobre fue enloqueciendo poco a poco, ¡a causa de la sífilis que le contagió este abuelo, doctor en Medicina! La otra anciana era la madre de mi madre. Llevó una vida tan tortuosa, a pesar de que la raptó un joven veinticinco años menor -mi abuelo-, que mi madre escribió una novela sobre ella. Yo corregí la novela y escribí su último capítulo. Es un relato notable y, según dice mi editor, vendió considerablemente bien "teniendo en cuenta que se trata de una autora primeriza de 78 años". En Una novela real, de las dos abuelas hice una que es, por supuesto, también, una geisha retirada.
-¿A qué se debió el traslado a Nueva York?
-A mi padre lo nombraron jefe de una de las ramas extranjeras de una pequeña compañía japonesa. Yo tenía doce años. Vivíamos en la zona norte de Long Island, un típico y populoso suburbio norteamericano con jardines manicurados, donde también transcurre parte mi novela. De golpe estábamos en una casa colonial de tres pisos, una típica casa norteamericana pero ¡tres veces el tamaño de nuestra casa de Tokio! Con lo que a mí me parecía un enoooooorme garage norteamericano con un giganteeeeesco auto norteamericano dentro. Yo estaba alelada por la prosperidad del país, pero al mismo tiempo levemente desencantada. Gracias a la literatura, había madurado una imagen de un Occidente fascinante donde la vida misma era mágica como el arte. Pero la realidad resultó desde el principio totalmente prosaica, como siempre lo es.
-¿De dónde viene su penchant [inclinación] por la cultura francesa?
-Oh, mis queridos.... ¡Qué más quisiera que tener un penchant por lo francés! Eso me daría un aire mucho más glamoroso. Me temo que todo es más simple... ¿Saben?, hoy se espera que las chicas tomen en serio sus carreras, incluso en el Japón. Pero cuando yo era una adolescente, solo se nos pedía que nos casáramos con un hombre respetable, en lo posible después de enamorarnos. Apenas teníamos permiso para modestas proezas femeninas: tocar el piano, realizar la ceremonia del té, componer un arreglo de ikebana ...Hablar francés era uno más de esos adornos. Debo decir que esto en Estados Unidos funcionaba particularmente bien, era un encanto, digamos, compensatorio, para una chica asiática. Pero también, les confieso, y de esto solo me daría cuenta más tarde, era una pequeña maldad mía. Conocer la lengua de la cultura par excellence le permitiría a esa diminuta, tartamudeante, insignificante chica asiática que yo era, mirar un poco desde arriba a esos norteamericanos enormes, blancos, casi invariablemente incultos y monolingües. Voilà!
-¿Podría decir que se asimiló a la sociedad norteamericana?
-Hmmm... Como no éramos una familia inmigrante, no había presión alguna sobre mí en ese sentido. En la escuela secundaria, no solo me sentía extranjera sino que lo era. Literalmente. Eso no me llevó, como a otros chicos japoneses de mi edad, a querer a toda costa ser como ellos. ¡Todo lo contrario! Volví la espalda al idioma inglés y pasé toda mi adolescencia leyendo una colección de novelas japonesas que mi tío le había enviado a mi madre. ¡Ni novelas europeas leía! Llegó un punto en que lo único que quería era volverme al Japón. Cuando llegó el tiempo de la universidad, elegí Bellas Artes. Sabía que era una pintora mediocre, pero quería evitar ir a una universidad común. Me aburrieron mortalmente las clases, y por eso volvió la idea de estudiar literatura francesa. No solo me daba ese touch suplementario del que les hablaba recién, ¡sino que me salvaba de aprender inglés ! Todavía hablaba de un modo horrendo. En fin. Vista desde el presente, fue una buena elección. El Departamento de Francés de Yale estaba entonces en su cenit y me abrió un nuevo modo de entender la literatura. ¡Y no, no me alentaban a escribir, todo lo contrario...! Pasé largo tiempo paralizada, haciéndome preguntas del tipo "¿Cómo produce sentido esta oración?", y cosas así. Perdí cierta ingenuidad. Pero ahora que me liberé completamente del yugo académico, he vuelto a disfrutar de la inocencia y la inconsciente fe en uno mismo que requiere el acto de escritura. En cuanto a la gran tradición de la novela decimonónica francesa, del realismo, creo que aprendí varias cosas esenciales de Flaubert. Pero mi autor francés favorito es Stendhal. ¡Es tan divertido de leer! ¡Tan claro y tan vibrante...!
-¿Cuándo empezó a escribir, finalmente?-Solo empecé a escribir cuando pude romper con la vida académica y con América y volver a Japón. Había cumplido hacía mucho los treinta años... Aunque, en verdad, mi gusto literario sea vergonzosamente convencional, desde el principio todas mis novelas fueron catalogadas como "experimentales". Creo que esto pasó porque soy más consciente que los demás de que escribo literatura japonesa en lengua japonesa. Siempre estoy tratando de hacer algo con la forma. Mi primera novela se llamó Luz y sombra. Continuación Quería desafiar al establishment literario terminando, en el mismo estilo, la última obra inconclusa de Natsume Soseki , un escritor que murió hace más de un siglo y que durante mucho tiempo se consideró el más grande novelista del Japón moderno. Una novela del Yo, de derecha a izquierda, es una autobiografía novelada, un género muy apreciado en el Japón. A diferencia de las novelas japonesas, que están escritas verticalmente, la escribí horizontalmente, incluyendo muchas expresiones en inglés entretejidas. Deberían leerla... ¡Es una buena oportunidad de brush up your english! [pulir su inglés] . Una novela real, mi última novela, se considera usualmente la más legible y entretenida de las tres. ¡Y estoy de acuerdo! Así y todo, puede ser descripta como "experimental", ya que se hace muy evidente que todo novelista japonés, desde hace ciento cincuenta años, ha tratado de contar su vida según los patrones de la literatura occidental. Y así como la literatura modificó la literatura, bueno, también interfirió con la vida.
-¿Alguna vez se le planteó la posibilidad de escribir en inglés?
-Yo era muy ignorante durante mis años de formación en Estados Unidos. Carecía por completo de lo que podríamos llamar una perspectiva de futuro... Ni me imaginaba la importancia que, gracias a la tecnología, adquiriría el inglés como lengua verdaderamente universal. Ni siquiera me imaginaba que un japonés pudiera escribir en otra lengua que no fuera la suya. A veces, cuando me deprimo, suelo preguntarme qué habría pasado si hubiera invertido todo mi tiempo y energía en volverme bilingüe... Bueno, me respondo: nada especial... Me habría convertido en una escritora correcta de lengua inglesa... No en la escritora osada que, por lo menos, quiero ser. Claro que tampoco tengo mucho que festejar. La sociedad japonesa que yo conocí de muy joven era una de las más cultas del mundo. Todos, la clase media, incluso los chicos, leían las grandes novelas de Europa y del Japón. Todos éramos extraordinariamente lectores. Y ahora, en cambio, vivo en un país cada vez más tiranizado por la cultura de masas, más incluso que Estados Unidos. Todo lo que puedo decir es que estoy agradecida de que haya todavía lectores japoneses que aprecian mi estilo.
-¿La literatura japonesa escrita por mujeres es tan escasa como cree Occidente?
-Quizá les interese saber que, en el Japón premoderno, cualquier tipo de narración era considerado femenino. No porque fueran mujeres quienes escribían las historias, sino porque estaban escritas en la lengua vernácula, en la lengua japonesa. Todos los textos de prestigio -los documentos oficiales, los estudios religiosos, los tratados escolásticos- se escribían en chino. Y se consideraban masculinos. Ninguna mujer escribía en chino, salvo un número extremadamente pequeño de oscuras mujeres poetas. Esta estructura bipolar desapareció en el Japón moderno. Escribir en la lengua vernácula se volvió la norma y escribir novelas en japonés, una actividad prestigiosa. Pero como sucede con toda actividad prestigiosa, las mujeres no fueron bienvenidas ni apreciadas. Muy pocas persistieron y a ninguna se le dio demasiado crédito... Hoy, ese prejuicio patriarcal ya casi no existe, pero tampoco en este sentido hay mucho que festejar. Es el mismo acto de escribir novelas lo que ya no se valora.
-Su trabajo sobre Cumbres borrascosas vuelve inevitable la comparación con Jean Rhys.
-Jean Rhys y yo tenemos algo en común. Las dos tratamos de tomar el punto de vista de un personaje relegado por la autora. Jean Rhys inventa la historia de una esposa loca, encerrada en el altillo. A mí, en cambio, desde chica me había intrigado el papel de Nelly, la criada de Cumbres borrascosas, que es como un agujero negro en la trama de la novela... Nelly está ubicada en un nivel diferente de los otros personajes. Es la que observa lo que sucede y después lo cuenta. Eso es lo único que esta dispuesta a admitir. Pero, además, es la que le dice al celoso Heathcliff que "podría voltear a Edgar Linton [su rival en el amor de Catherine], de un solo puñetazo", o que quizás el padre de Heathcliff fue un emperador de la China... Nelly dice estas cosas porque Heathcliff el huérfano le inspira verdadera ternura, por solidaridad de clase... Pero el lector puede sentir hasta qué punto fogonea el orgullo de Heathcliff, su ambición, su feroz resentimiento.
-Y es directamente responsable de la tragedia final...-¡Claro! Argumentando que "cumple con el deber de cualquier sirviente", delata el amor entre Catherine y Heathcliff. Eso vuelve inevitable que Edgar desafíe a Catherine a elegir entre uno u otro hombre, algo que él nunca hubiera hecho. Pero lo más importante: cuando, ofendida por la extorsión de su esposo, Catherine se encierra en su cuarto durante tres días y tres noches, negándose a comer, Nelly no se lo comunica a Edgar, aunque bien sabe cuán desesperadamente Catherine quiere que Edgar llegue y le pida disculpas. En el delirio de la inanición Catherine pierde para siempre la cordura... y muere un año después. "Ah, Nelly me ha traicionado ", llega a gritar Catherine, poco antes de morir, "Nelly, mi oculto enemigo, ¡bruja! ¡De modo que buscabas conjuros para herirnos a todos " Pero Nelly no se hace el menor reproche. Ni una sola vez. Se sabe decente desde todo punto de vista. ¡Qué envidia!
-¿Qué la atrae de un personaje tan desagradable?
-¡Que nunca puedo explicármela! Por momentos he creído que Emily Brontë, nacida en 1818, no podía molestarse en convertir a una criada en un personaje completo. Por momentos, creo que es un alma celosa enferma de negación... El lector de Cumbres borrascosas nunca sabe exactamente qué le pasa a Nelly por la mente, porque quizá ni la propia Nelly lo sepa. Su constante desaprobación de Catherine, que da aún más fuerza al encanto levemente diabólico de la protagonista, ¿brota de un sentido feroz de la moral o de un resentimiento casi peor que el de Heathcliff, porque es inconsciente? Como sea, yo concebí a mi criada como un personaje problemático que conscientemente cuenta una historia que no es toda la historia. Ella está implicada en la trama, y lo sabe. Si quieren decir que es el personaje principal de la novela, pueden decirlo, con algún reparo. Al fin y al cabo, me interesaba escribir sobre los cambios en el Japón de la posguerra en donde las criadas desaparecieron tan rápidamente como se disolvía la misma estructura de clases de la preguerra. Las criadas de pronto tuvieron cara, se volvieron seres humanos, espléndidos modelos para la literatura.
-¿Hizo también cambios en el armado de la historia?
-Sí, claro. Yo añadí todavía otra "capa": mi propio presente como autora que narra una historia que le ha contado un casero de una mansión, que a su vez la ha escuchado de una criada (mi Nelly). A mí me gusta mucho la riqueza que aporta esta capa narrativa nueva... y lo más curioso es que fue aún menos deliberado. Simplemente sentía que los lectores, aunque no pudieran dejar de pensar que estaban leyendo una novela inspirada en otra, debían imaginar que algo así podría haberles sucedido efectivamente a japoneses que ellos conocen. Con ese permiso, incorporé tantos recuerdos de mi propia infancia como pude, solo por el placer de hacerlo. Eso sí: en algo yo no quería seguir a Emily Brontë. Hay un típico rasgo de mito en la maravillosa simetría de la estructura de Cumbres borrascosas. La historia sucede en el Yorkshire de fines del siglo XVII, pero pudo haber sucedido en cualquier parte del mundo, narrarse de modo parecido y ser igual de mágica; quizás eso ha ejercido siempre tal poder sobre lectores de todas las lenguas. Una novela real no es, en modo alguno, mítica; por el contrario, ante todo es prosaica. Yo quería que los países y la historia jugaran un rol preponderante. El amor entre mi Catherine y mi Heathcliff es un producto de la Historia.
- Usted alguna vez habló de la novela como de un melodrama... También es inevitable relacionarla con la ópera de ambiente oriental...
-Oh, ¡yo adoro a Puccini! Aunque seguramente ni él mismo lo supiera, creo que tenía una maravillosa, casi sobrenatural intuición de la diferencia de temperamento que hay entre las mujeres chinas y las japonesas. Madama Butterfly espera, languidece y muere. La princesa Turandot, en cambio, manda rebanar cabezas de hombres. ¡Qué divertido! ¡Acúsenme de orientalismo, si quieren! En fin. No todas las novelas tienen cualidades melodramáticas, es obvio, ¡pero todas las historias memorables sí! Esto es particularmente cierto de Cumbres borrascosas, por supuesto, y ojalá haya pasado a Una novela real, entre cuyos personajes hay un héroe más que humano, un Übermensch. ¿Saben?, creo que este tipo de novelas son las más difíciles de escribir. No solo porque deben, por definición, ser largas y cada vez más entretenidas. La tarea del novelista es asegurar que cada frase de la novela convenga a la verosimilitud de la situación, de modo que parezca una pintura de la realidad humana lo que en el fondo es melodrama... Dotar de espesor de realidad a argumentos que, si los contamos brevemente, suelen ser muy tontos... ¡No duermo pensando que está siendo traducida a tantas lenguas tan diferentes...! ¡Un solo adjetivo errado, demasiado fácil o demasiado enfático, un adverbio remanido, y la novela se desbarranca en el puro culebrón.
-¿Y su novela ha tenido también influencias de otras historias de amor japonesas?
-No. En el Japón, antes de la llegada de la literatura europea, el romance entre un hombre y una mujer era apenas un tema más. El tema predominante era, sin duda, el de las cuatro estaciones. Llegó a ser tan ubicuo, no solo en la literatura sino en toda la cultura, que usualmente degeneró en un cliché. ¡El eterno cerezo deshojándose y floreciendo! ¡Puf! (Risas.) Sin embargo, en las raras ocasiones en que está bien ejecutado, creo que este leitmotiv, ofrece un campo extraordinariamente fecundo para la literatura. En el fondo, no habla más que de la muerte; no la muerte de los hombres, digo, sino de todos los seres vivos, incluso de los gusanos y las algas sin nombre... Solo una vez que el hombre ha descendido a ese estadio puede celebrar verdaderamente la vida. De hecho, en mi novela, la historia de amor esta entretejida con este motivo.
-A propósito de eso, cuando uno lee Una novela real enseguida piensa en Las hermanas Makioka, que también entreteje historias de amor.-¡Ah, qué bueno que mencionen a Tanizaki y no al pesado de Mishima! Lo admiro infinitamente como novelista. Lo tuve muy presente al escribir Una novela real. Pero Las hermanas Makioka, que es uno de los mayores logros de la literatura japonesa, es intencionadamente no melodramático y, de hecho, quizá sea eso lo más significativo del trabajo de Tanizaki. Todos esos episodios centrales en torno a la serie de matrimonios de conveniencia son lo contrario una búsqueda melodramática... ¿no? Las semejanzas con Una novela real son muy otras. Yo aprendí de Tanizaki cuán sugerentes pueden ser las frases simples, el modo en que te llevan sin que lo percibas. Y ese modo de mencionar nombres de lugares, de compañías, escuelas, estaciones de tren, restaurantes y todo lo que te puedas imaginar. ¡Guau, qué modo de darle al texto un alto sentido de realidad! Otra cosa en que me siento afín con él es la descripción del estilo de vida de la clase media japonesa, en especial el de las mujeres, algo de lo cual los escritores de la posguerra se mantuvieron apartados deliberadamente por su ideología de izquierda... ¡Su pasión era la pobreza!
-¿Y cómo describiría la situación de la mujer en Japón después de los cambios sociales que usted enfoca en una novela real?
-La situación de la mujer ha cambiado muchísimo. Cualquier viajero occidental se sorprendería al descubrir lo liberales que son las mujeres japonesas. Muchas mujeres trabajan y tienen una amplia gama de opciones que involucran grandes cambios en la vida privada. Una mujer puede casarse con quien quiere. Es más, puede no casarse, no tener hijos, divorciarse incluso si tiene hijos: son alternativas socialmente aceptables. Tener hijos fuera del matrimonio es todavía bastante raro en comparación con lo que sucede en países occidentales, a pesar de que el sexo premarital es más norma que excepción. Por supuesto, todavía las mujeres encuentran barreras de género si tienen ambiciones y buscan posiciones de mando. Pero para mí el punto central es otro. Antes había un conflicto entre lo que una quería hacer con su vida y lo que la sociedad ordenaba. Ahora cualquier joven puede seguir libremente su deseo; sin embargo, el modo en que ha de seguir ese deseo está bajo el mandato de una cultura de masas cada vez más poderosa, a tal punto que termina haciendo cosas sumamente ridículas, que son las que el mercado quiere...
-¿Cómo ve el presente de la literatura japonesa?
-Creo que Japón fue afortunado por dos razones. Primero, su ubicación geográfica. Suficientemente cerca de China como para que en el pueblo se aprendiera a escribir relativamente temprano en la historia. Y suficientemente lejos como para no quedar engullido por su civilización. A esto debemos la existencia de una lengua vernácula. Algo parecido sucedió en relación con Occidente... Si Japón no hubiera puesto cierta barrera a la colonización de sus potencias, nuestra lengua no se habría desarrollado, no se habría enseñado en las universidades y probablemente estaría en un mero rango de jerga.... Lo notable es que desde 1887 hasta mediados de la década de 1910, Japón produjo quizá las más fascinantes obras desde la era Heian (cuando se escribió La historia de Genji), porque la lengua estaba en plena transformación. Novelas, diarios, ensayo, historias épicas, narraciones populares, diferentes formas de poesía y teatro. ¡No solo haikus, quiero decir! Pero es verdad, y me apena decirlo, hacia mediados de los setenta, cuando Japón se convirtió en uno de los países más ricos del mundo, su literatura ya estaba en plena declinación. La gente habla de la muerte de la literatura en todos lados, pero quizá sea más dramáticamente cierto en Japón que en otros lugares. La literatura se transformó en un producto más, predeterminado y consumido por las masas.
-¿Y Haruki Murakami?
-Sobre el éxito de Murakami tengo poco que decir. Tengo entendido que las traducciones europeas de sus libros se basan en la versión inglesa, que está muy editada y acortada respecto del original. Supongo que su editor inglés ha hecho un excelente trabajo, porque no conozco ningún intelectual japonés que se tome en serio los libros de Murakami.