Ella trabajaba en la nueva industria de Yachiyo, cuyas oficinas estaban frente al trabajo de él. El pasillo largo con oficinas a los lados era oscuro, de tal modo que cuando él se la encontraba aquí, además de lo breve, no podía observar detalladamente su cara. De todos modos ella destacaba en la oscuridad del pasillo o entre la gente amontonada del elevador. Y cuando él la miraba sentía que la energía de su belleza venía hacia él, como el último destello del día disipado por la noche con una última fuerza al filo de las montañas o del horizonte, en el momento en que ese destello desaparece entre una atmósfera llena de tranquilidad.
Al principio sólo el rostro llamaba su atención, pero después comenzó a notar que el dolor reflejado en esa expresión destilaba también por todo el cuerpo algo pequeño, cubierto con un ropaje oscuro que parecía apagarse ante esa cara llamativa. Sentía que aquella figura humedecida por el dolor le recordaba y le hacía revivir su propio pasado doloroso. Ciertamente la cara de Kurako era de una belleza que encajaba bien en el dolor interior de Toshio, pero no podía entender por qué se parecían tan perfectamente la cara de ella y el sentimiento de él. De cualquier modo, aquel rostro tocaba al dolor de su corazón.
Cuando Toshio bajaba la escalera sentía algo que le oprimía el corazón. Al principio no sabía qué se lo ocasionaba, después no hubo duda de que se debía a la expresión del doloroso semblante de Kurako que se había hundido en el fondo de su corazón. Sentía que en el centro de lo que le apretaba el corazón estaba aquella cara. Él fijaba la mirada en el rostro que estaba en su corazón, entonces sentía el dolor que lo envolvía en una inquietud inexplicable, se quedaba en la sensación de que sus pies se negaban a aceptar la voluntad que los movía por abajo del cuerpo.
De repente, por el corazón de Toshio pasaba un relámpago de sentimiento misterioso e incomprensible. Entonces, algo de lo más profundo de su memoria subía y le mostraba un poder extraño de gran fuerza que lo hacía rendirse. "¡Ay, no!", se paró un instante. "¡Qué horror!", sacudió la cabeza. Pero él estaba agitado por una confusión que no sabía cómo tratar. Se daba cuenta de que desde su interior subía, empuñándolo, la negación de la vida y de los seres humanos, algo que él mismo no podía afirmar. Era un momento insoportable en el que le parecía estar iluminado en todo el interior de su cuerpo hasta la punta de los dedos, y esa luz pasaba por todo su cuerpo.
"No es cierto. Yo no estoy pensando así... Yo nunca niego a los seres humanos... Soy un hombre dócil. Soy sencillo y todavía tengo mucha confianza en los seres humanos". Así él trataba de convencerse a sí mismo. Sin embargo, en él renacía la impresión de ser totalmente diferente al hombre ordinario que había sido en el campo de batalla, y se sentía atacado por un animal que existía adentro de sí mismo enseñando los colmillos. Sentía en su piel las huellas de los colmillos que habían dejado cruelmente sus compañeros en el campo de batalla. Pero al mismo tiempo, pensaba que él también debía haber dejado huellas parecidas a ésas, y al pensar así se estremecía ante el egoísmo que mostraban los hombres amenazados en la guerra.
La figura de Kurako Horikawa hizo que Toshio Kitayama reviviera los recuerdos de la guerra y que levantara la voz rechazando a los seres humanos porque, entre los recuerdos del campo de batalla, había una figura de mujer de semblante doloroso como el de Kurako. Cuando la veía, se le venía claramente a su pensamiento la figura del soldado miserable que caminaba por el campo de batalla con la imagen de una mujer en el corazón.
Hace mucho tiempo, Toshio Kitayama tuvo una novia a quien no podía amar de todo corazón, por mucho que lo intentaba. Ella era, por decirlo así, sustituta de una novia perdida. La mujer a quien él amaba, ya hacia años que lo había abandonado. Su siguiente novia no tenía ninguna cualidad especial que mencionar, y él se consideraba con mala suerte por haber conocido a una mujer como ésta en su adolescencia tan apasionada.
De acuerdo con la tradición que siguen normalmente los jóvenes enamorados, él también idealizó a su anterior novia, atribuyéndole virtudes que en realidad no existían. Pero no podía resistir la oposición de la familia que no quería que se casara con ella; y ella, a su vez, le pidió la separación por inquietarle la incapacidad de él para ganarse la vida. Y aunque la odió, no podía dejar de tenerla en el corazón. En ese momento se apareció la siguiente novia, quien trabajaba en la fábrica de municiones donde él también trabajaba. Ella lo amó mucho.
A diferencia de su novia anterior la siguiente pronto le dio todo. Esta tenía el rostro afilado, el cuello largo y las caderas angostas. Se veía enfermiza, pero era inteligente, por lo cual era una mujer adecuada a la mentalidad de él y de su formación cultural. Él tenía suficientes fuerzas para soportar el dolor del fracaso del amor anterior, pero no podía aguantar la soledad para siempre, tampoco tenía la fuerza de voluntad para dejar de satisfacer su vanidad teniendo cerca a una mujer que lo amara; por lo tanto, no podía rechazar el amor de la segunda mujer.
La segunda mujer le dio toda la confianza y todo lo que tenía. Pero él sintió que era algo que había obtenido tan fácilmente, que no podía imaginar que tuviera tal valor que en su vida posterior no pudiera obtener algo igual de nuevo. Él la trató como sustituta de la novia anterior y la amó de esa manera. Sin duda, la miraba con crueldad. Le acariciaba la piel del pecho pensando que le faltaba un poco de suavidad y sentía que su corazón iba enfriándose. Sus ojos comparaban el pecho de ésta con el de la novia anterior que rebosaba carne opulenta y suave. Le parecía que le faltaba algo, que no le llenaba de satis facción, su corazón se constreñía.
La segunda mujer tenía la frente azulada y angosta; y los pómulos algo salientes. Tenía un rostro más bien moderno; sin embargo, él no le encontraba nada sensual que le atrajera, y esto lo ponía impaciente. Cuando acercaban sus rostros, al ver la manera torpe en que ella se había pintado los labios; él se sentía insultado. Desde luego que no siempre tenía esos fríos sentimientos hacia ella. En la medida en que tenían más experiencias juntos, él empezaba a sentir el peso del amor de ella que se había entregado sin dudarlo. Sentía que ella estaba rodeada por una energía de amor ardiente que iba hacia él; y esto le fastidiaba.
Él se fue a la guerra y un día, cuando todavía estaba en Japón, recibió la noticia de la muerte de su novia. No reconoció el pecado de su amor falso hasta que ella murió; porque, en la vida llena de sufrimientos del recluta, le hicieron entender el gran valor del amor. "No reconocen lo que vale la madre hasta que ingresan al ejército". Estas palabras las decían los soldados y él las entendió en el catre del cuartel; extrañaba a la madre y pensaba en el amor. Consideró la dignidad del amor de un ser humano por otro ser humano. Esto era, de cierto modo, un sentimiento dulce y cómico. Un hombre treintañero, después de pasar la vida dura de soldado que estaba unida firmemente con el entrenamiento y la vejación, llegó a concluir que en la vida no había nada importante y que sólo el amor tenía valor. Esto pensaba en la cama mordiendo un pan dulce, y con los ojos llenos de lágrimas.
Sobando con su mano fría la mejilla hinchada y morada por la patada que le dieron con la bota, se acordó de la mano tierna de su madre y de la palma suave de la novia muerta. Este recuerdo fue mayor cuando entró en batalla, pues mientras estuvo en el campo de entrenamiento en el Japón, entre los reclutas que recibían el mismo sufrimiento, sólo palpitaban la piedad y la compasión por la situación mutua. Cerca del baño oscuro, los reclutas se hablaban con palabras cortas y llenas de aflicción de su situación. Sin embargo, en la primera línea de la guerra, a todas horas atacados por los enemigos y sin alimentos, desaparecían las comunicaciones piadosas de corazón a corazón; naturalmente, no sólo hacia sus superiores o hacia los soldados con más años de experiencia, sino también entre los reclutas.
En la violenta batalla él entendió que el hombre debía proteger su vida sólo con su fuerza; consolarse a sí mismo por su dolor y su pena; y cerrar sus ojos al morir. Como el agua en la cantimplora, cada soldado tiene que guardar su vida en su propio odre corporal. El soldado nunca le da a otro soldado el agua de su cantimplora, ni utiliza su vida para otros. Aunque sea poco, si su fuerza física es inferior a la de sus compañeros, él sucumbirá pronto en la batalla atacado por la muerte. Si en toda la tropa hay hambre y uno le da su comida a otro; significaba la muerte propia. Por causa de un bocado, los compañeros de batalla se miran fijamente.
De repente, al reflexionar en el pasado, durante la batalla cuerpo a cuerpo que exigía la extrema tensión de los nervios, Toshio Kitayama sintió que los que lo amaban de verdad no eran sus amigos íntimos, ni sus compañeros de trabajo ni otros con quienes él había tratado, sino su madre y su novia muerta. Cuando los enemigos dejaron de disparar sin ninguna razón especial y la línea de batalla empezó a cubrirse de silencio sofocante, mirando por el telescopio del cañón 4-1 con el que buscaba un árbol como nuevo blanco en el extenso campo, sintió que desde el pasado de su vida se le acercaban revoloteando sólo aquellas dos figuras que de verdad lo amaban.
Por el telescopio de su cañón, Toshio vio que su novia muerta se acercaba caminando en una forma extraña, tirando hacia afuera su pierna izquierda larga, que nunca pudo corregir a pesar de intentarlo. Sintió que aquella figura se le lanzaba al corazón dolorido. Al acordarse de aquella manera poco elegante de caminar agotado por el calor y el cansancio, sintió sacudido su corazón porque, cuando ella vivía y caminaban juntos, él la despreciaba y pensaba en insultarla por su modo de andar. En plena lucha con el enemigo, él, en su corazón repetía: "perdóname, perdóname". Y guardando en el corazón la figura de aquella novia que nunca se arrepintió de haberle entregado todo, él aguantaba el sufrimiento de la batalla.
Lo mandaron al frente de la guerra con China y al sureste asiático. Para él, un recluta, esa no era la batalla contra los enemigos sino contra los soldados japoneses. Con aquel calor, los caballos sufrían de llagas por la silla de montar, y la piel de la espalda se les fue desprendiendo dolorosamente hasta que no se podían montar aunque les pusieran un cojín debajo de la silla. Los reclutas tuvieron que sustituir a los caballos jalando los cañones. El calor era tan intenso que las tropas no podían avanzar de día sino de noche. A la una de la mañana se despertaban. A la una y media partían. A las once de la mañana acampaban; y entonces, los reclutas tenían que cuidar a los caballos, revisar municiones, reparar cañones y cocinar, por lo cual el tiempo de dormir para ellos era sólo de dos horas al día. Bajo esa situación, el batallón avanzaba con la lentitud de los cañones jalados por los reclutas agotados, y los oficiales que tenían cuatro o cinco años de militares maltrataban a los reclutas sustitutos de caballos. Los reclutas apenas se protegían de los ataques de los oficiales. Los enemigos de los reclutas no eran los soldados del bando contrario que tenían en frente, sino los oficiales con cuatro o cinco años de servicio que estaban a su lado.
Maltratado por los militares de su propio bando, Toshio Kitayama llevaba la imagen de su novia en el corazón mientras que con una soga iba jalando un cañón por la selva, y las aves tropicales cantaban.
"¿En qué estás pensando? ¿No estarás pensando en tu pasada novia?" Le preguntó tristemente la novia muerta, después de que hicieron el amor, y se quedó inmóvil, sin palabras; sabía que Toshio no estaba contento con ella, por eso supuso que él podía estar pensando en su novia anterior. "No pienso en nada". Dijo él rotundamente. Sin embargo, su tono de contestar no era definitivo, más bien mostraba que aceptaba la sospecha de ella.
"Pienses lo que pienses de mí, no tengo más remedio que amarte". Con frecuencia se lo escribía en las cartas. Y dijo: "Llegará un día en que puedas entenderme. Quizá para ese día yo ya estaré muerta..." El sentimiento de ella se encontraba entre las líneas de esas frases comunes; y cuando él pensaba en ella, ese sentimiento se le clavaba en el pecho, y esto le hacía pensar que merecía recibir toda clase de sufrimientos.
"Sufre más". Se decía a sí mismo, y caminaba jalando el cañón bajo los azotes de los oficiales. El cañaveral quemado por los soldados filipinos se extendía hasta la lejana oscuridad. La gran luna roja del trópico iba subiendo más allá del horizonte sobre la playa que estaba medio borrada por la polvareda que habían levantado los soldados. Las caras de los soldados, amarillentas por la enfermedad tropical, y los uniformes contra el calor estaban manchados de sudor y coloreados de rojo por la luz de la luna. La tropa se alargaba y se rompía la formación. Poco a poco se iban acercando al sendero de una montaña que se agrandaba más y más.
"¡Relevo, el segundo y el tercero!" Se oía desde atrás la voz ronca del jefe del pelotón. Subían en fila, sin palabras y jadeando, los reclutas, cada una con una bolsa que contenía la mascarilla antigases. Sus ropas estaban pegadas a sus cuerpos por la mezcla del polvo negro y el sudor que les brotaba incesantemente, como si tuvieran musgo entre la ropa y la piel.
Toshio Kitayama entregó la soga del cañón a su relevo y se separó de la fila junto con otro soldado, llamado Nakagawa, quien era pescador. Pero él ni se había dado cuenta de cuándo le entregó la soga a su relevo ni cómo se separó de la fila. Sentía el calor en la nuca, su vista se nubló y el corazón que le bailaba en el pecho comenzó a golpearle el tórax. Él y Nakagawa se quedaron allí sin moverse hasta que pesadamente llegó la cola de la fila. Empezaron a caminar y tomaron la brida del caballo que sus relevos llevaban; este animal estaba tan demacrado que, grotescamente, se le salía un hueso de la cadera. Sin embargo, ya no tenían fuerzas para avanzar con el caballo. Sus piernas estaban insensibles dentro de las polainas apretadas, pues llevaban unos diez días sin quitárselas. Les parecía que tenían que perder una gran cantidad de sangre para poder dar un paso en la subida.
"¡Qué hacen!" El sargento que sustituía al jefe del pelotón vino hasta la cola de la fila y los azotó en las manos que agarraban la brida. "¡Cómo es posible que se cuelguen del caballo! ¡No entienden que el caballo está fatigado! Hay sustituto de ustedes; pero no hay del caballo. ¡No me hagan regañarlos cada rato con este calor del diablo!".
Levantaron los ojos hacia el sargento sin hablar y soltaron la brida. Empezaron a caminar separados del caballo. Pero sus pies no se movían de su lugar. Por mucho que respiraban, sentían que el aire sucio se les quedaba en los pulmones, y se asfixiaban. Llegaron a creer que el cordón de la bolsa con la mascarilla antigases les apretaba el hombro derecho y les impedía respirar. La montaña transpiraba un calor intenso irradiado por el sol, en el día, pero mantenido a lo largo de la noche, arro pando a los soldados dormidos con sus poros tapados por el sudor y el polvo. La única razón por la cual seguían caminando era porque la imagen de la tropa a la vanguardia arrastraba sus cuerpos.
"Yo ya no puedo caminar más", decía el pescador Nakagawa al otro lado del caballo que iba jalando Toshio Kitayama. Varias veces repitió Nakagawa esas palabras. Su voz penetró fácilmente el corazón fatigado de Toshio, éste se consumió, y perdió la energía necesaria para llevar su cuerpo huesudo.
"Esta vez de verdad, ya no puedo. Digan lo que digan, ya no puedo caminar más". A pesar de todo, Nakagawa siguió caminando una media hora más arrastrado por el caballo.
La tropa se acercaba al monte Samat y tenía que apresurarse; si no, era inevitable recibir los golpes mortales de los enemigos que estaban del lado derecho, provistos con bastante munición. Por lo tanto, la tropa siguió avanzando sin recibir órdenes de descansar.
"Ya voy a dejar... Ya voy a dejar..." Estas palabras del soldado Nakagawa le hacían entender a Toshio Kitayama que a su compañero se le había acabado toda la fuerza física. Las últimas sílabas de aquella frase se iban debilitando más y más hasta que el pescador perdió el tono con el que le pensaba hablar a Toshio. Aquella frase sonaba con la tristeza con que alguien se habla a sí mismo; o parecía la reflexión del último momento de existir, cuando se mira pasar toda la vida. Las palabras de aquella frase llegaron al fondo del corazón de Toshio Kitayama. Sin embargo, Toshio no tenía fuerzas para ayudar a su compañero, ni para darle palmadas en el hombro y animarlo; al contrario, pensó que de hacer aquello él sería quien ahora perdería la fuerza para sostenerse y moriría. Por consiguiente, Toshio evitó conmoverse ante la voz del soldado Nakagawa y siguió caminando callado.
"¡Dejare!". El soldado Nakagawa soltó la brida del caballo y dobló las piernas hasta quedarse inmóvil. En este camino quedó enterrada su vida, él quedó cubierto de polvo. Su cabeza tuvo un último rictus sobre la arena, y ahí quedó él como mostrando que al fin se había liberado su cuerpo que había sido arrastrado con la soga que se usa para los esclavos. En la subida al Monte Samat terminó la vida del soldado Nakagawa, a quien frecuentemente golpeaban por su torpeza y mala memoria. Toshio Kitayama dejó morir a su compañero de batalla sólo por salvar su vida. Cuando Toshio regresó de la guerra su madre ya no estaba en este mundo.
En uno de los primeros días de la primavera, Toshio Kitayama salió de la oficina con la compañera Yoshio Yugami. En la entrada del elevador se amontonaba la gente que salía del trabajo; pero había más gente cerca del departamento de ventas especiales de una empresa que estaba al lado de la tabaquería, donde se encontraba un montón de artículos de uso diario en una mesa sin mantel. Toshio y Yoshiko avanzaron abriéndose paso entre esa multitud, y cuando estaban cerca de la salida, Yoshiko, sin preocuparse de la presencia de los demás, gritó: "¡Señora Horikawa!" En ese momento volteó el rostro de una mujer entre la multitud que se encontraba al lado izquierdo del quiosco de periódicos. Aquel rostro era el de Kurako Horikawa, una cara que encerraba penas. Aquella cara, teniendo atrás el brillo del aire exterior al edificio, sonrió débilmente entre la multitud.
"¿Ya se va? Vamos a regresar juntas". Yoshiko Yugami le dijo a Kurako Horikawa que venía acercándose, y le presentó a Toshio Kitayama.
Los tres caminaron juntos hacia la estación de Tokio, entre la gente que tenía prisa por regresar a su casa. Aunque Yoshiko Yugami, que caminaba en medio de los otros dos, había perdido a su esposo en la guerra y se había quedado con un niño que mantener, era la que se veía más alegre y parecía llevar una vida con pasos tan firmes como los que ahora daba al caminar. El cabello que colgaba medio enredado sobre su saco azul ma rino, adornaba su espalda ancha.
Toshio Kitayama, que estaba a la izquierda, tenía unos treinta y cinco años, pero se veía más viejo de lo que era. En sus ademanes se notaba la indiferencia y las huellas del cansancio que tienen los vagabundos; y que ahora empezaban a mostrar los que estuvieron en la guerra. A pesar de esto, Toshio tenía una fuerza interior que le había permitido superar las penas de la vida militar y las batallas. Y ahora caminaba arrastrando sus largas piernas como un soldado.
Kurako Horikawa, que caminaba al lado derecho, llevaba un traje primaveral de tono algo alegre, con rayas celestes, y en la plaza de la estación, donde todavía quedaba la luz del atardecer, ese traje encajaba suavemente en su contorno. Kurako estaba algo encerrada en sí misma, aunque a su lado estuviera el corazón abierto de Yoshiko Yugami; además, no se detenía en pormenores y hablaba poco, caminando cabizbaja, con pasos cortos.
Cuando llegaron a la fila en la ventanilla de boletos, Yoshiko Yugami, sin la intención exacta de mostrarlo, desenvolvió un paquete que había venido cargando en su mano derecha. "¿Qué es?" Le preguntaron. "Es algo que voy a vender. Es una piel. Piel de oso". Yoshiko Yugami sacó una garra de oso con uñas negras y la mostró a Toshio y a Kurako. Movió esa pequeña garra dos o tres veces. Ella parecía una niña traviesa, y empezó a reír. Contagiada, Kurako Horikawa también se rió.
"¿Es piel?" Toshio Kitayama se sintió lleno de compasión por el hecho de que esa piel chistosa mantendría la vida de Yoshio Yugami, y ésta dijo: "Sí. Dicen que vale unos cuatro mil yens. Como es un poco chica, baja bastante su valor. Me han insistido tanto en que la venda que por fin me decidí a hacerlo. Ya se me acabó todo lo que podía vender". Kurako dijo: "Yo también vivo vendiendo mis cosas", luego volteó y sonrió más con Toshio. Yoshiko Yugami agregó: "¡Ay, estamos en las mismas condiciones! ¡Ya no podemos más!" Y Toshio comentó: "Pero no están tan mal, puesto que tienen algo que vender" dicho esto en un tono frío, puesto que se sintió confundido cuando quedaron al descubierto aquellos detalles de la vida de estas dos mujeres. Y, más bien, no había expresado las palabras adecuadas. "Pero esta situación no puede durar un año, ¿verdad?". Dijo Yoshiko dirigiéndose a Kurako y como buscando su aprobación, a lo que ésta, afirmando con la cabeza, respondió: "Yo también me siento muy desamparada". Y en su cara, un poco seria, apareció la sombra de la preocupación por la vida.
El tren estaba repleto. Los tres quedaron separados y distantes, de pie y apretujados por la demás gente. Toshio Kitayama, apretado por los cuerpos que lo rodeaban, iba pensando que lo mismo que amenazaba la vida de las dos mujeres, era lo que le hacía sombrío su futuro. La compañía de su conocido, donde él trabajaba, fabricaba utensilios metálicos como trastos y hasta triciclos para los niños, pero la materia prima se estaba agotando y era difícil mantener la compañía. Por otro lado, aunque él había trabajado en la fábrica de municiones, los seis años de vida militar le habían quitado la habilidad práctica.
Kurako Horikawa bajó del tren en Yotsuya. Ahí bajó mucha gente y el tren quedó con más espacio. Toshio Kitayama y Yoshiko Yugami se acercaron a la puerta central del tren. "Es bonita, ¿verdad?" dijo Yoshiko. "Sí", respondió Toshio con una voz pensativa. "¿No lo piensas así?" inquirió Yoshiko. "Sí, sí. Es bonita. Es bonita, de veras", dijo él precipitadamente; pero no podía encontrar las palabras adecuadas para expresar aquella sensación dolorosa que percibía de Kurako Horikawa, que no consistía en que fuera o no bonita sino en algo que le oprimía extrañamente el corazón, algo que lo sacudía apretándolo. "La verdad es que me habría gustado conocerla cuando era joven. Ya no me llama la atención el hombre guapo, pero sí la mujer bonita". Dijo Yoshiko. "¿Ah, sí?", repuso Toshio. Yoshiko prosiguió: "Además, ella es igual a mí". Toshio, medio sorprendido: "¿Igual?" Responde Yoshiko: "Sí. Su esposo murió en la guerra". "¿Ah, sí?" volvió a decir él como sin darle importancia, pero ya no estaba siguiendo la conversación, y sintió que se le aparecía Kurako Horikawa resplandeciendo, y su cara, con la fuerza de su belleza, iba directa al corazón de Toshio. En ese momento, por primera vez entendió claramente el origen de lo doloroso que encontraba en su cara.
Yoshiko le contó que Kurako se había casado por amor, y que al tercer año de matrimonio perdió a su esposo en la guerra. Los dos se habían querido y llevado una vida sumamente feliz que la guerra destruyó. Últimamente le aconsejaban que se casara por segunda vez, pero ella se sentía indecisa.
Toshio se despidió de Yoshiko en Shinjuku, y caminó por las callejuelas frente a la estación. Se había quemado el transformador que surtía de electricidad a la casa de huéspedes donde él estaba, y no había luz. Al recordar esto, Toshio pensó que dentro de su cuarto estaría impaciente por la oscuridad y decidió entrar a un restaurante pequeño, donde pidió café y croquetas que acompañó con el arroz que había cocido en el calentador de la oficina. Pidió otra taza de café y prendió un cigarrillo.
Toshio pensó en las dos viudas, éstas, con penas ocasionadas por la guerra, eran las personas más íntimas para él. Se acordó de la garra de oso con uñas negras; medio sonrió y le dolió mucho el corazón. La sonrisa desapareció sin extenderse en su cara. Pensó en el rostro de Kurako Horikawa, pensó que su esposo debió haberla adorado; por su parte, ella también debió corresponderle con la misma cantidad de amor. Pero, ahora que había perdido al que amaba, ¿con cuál apoyo podría vivir? Ahora que había perdido su objetivo, ¿hacia dónde iría su amor? Como la última luz del sol poniente, más brillante que la del pleno día, ¿intentaría desaparecer quemando el aire del cielo? Ese amor perdido debió de haberle provocado aquel torcimiento de la cara; además, aquella belleza que a veces emitía su cara, y que tenía algo de desajuste, debió de venir del fuego solitario de aquel amor.
Toshio Kitayama salió del restaurante y volvió a la aglo meración de gente frente a los puestos de comida cercanos a la estación. Todo alrededor estaba compenetrado con el olor del aceite barato para freír. Las luces pálidas de las lámparas iluminaban las caras de las personas a quienes se les veía mover sus bocas. De pronto, Toshio detuvo su mirada frente a un muchacho que tenía el plato a la altura de la boca, sentado en la banca del puesto de estofado. Vio la cara flaca con la boca cerrada de ese muchacho con uniforme militar de algodón. "Tiene mucha hambre. Debe ser jornalero", pensó Toshio. Luego le vino a la mente aquel anuncio para el reclutamiento, pegado en el poste de un pueblo, donde se prometía salario y alojamiento. ¿Cómo viviría este muchacho? Quizás se gana el sustento vendiendo sus cosas personales, pero tal vez ni siquiera tiene qué vender. Además, con ese cuerpo no podrá ganar suficiente. Pero yo ¿qué remedio tengo para esto?". Toshio se fijó en aquella boca que se movía vorazmente. Era una boca de labios gruesos que brillaba roja y mojada sobre el plato.
Sorpresivamente, Toshio vio que la boca de aquel hombre se convertía en el hocico del puerco que mataron a golpes en una batalla. Luego, desde algún sitio recóndito de su cuerpo le venía subiendo una sensación insoportable, acompañada de calor ardiente. "¡Dios mío, qué desagradable!" Negando su propio sentimiento, aceleró los pasos. "¡Es un puerco! ¡Es un puerco!" gritó la masa de calor que venía brotando desde lo profundo de su cuerpo. En su mente aquel hocico de puerco seguía moviéndose pegajosamente... "¡Canalla Matsuzawa! Aquel oficial que me quitó el agua de mi cantimplora, en Bahía de Liengan... Con mi apego al alimento... ¡Ay, Dios mío! En su memoria aquel hocico mojado del puerco seguía moviéndose pegajosamente. "La boca de aquel muchacho es la del puerco; y la mía también es la del puerco... Se movía pegajosamente... ¡Ay, Dios!".
Toshio se quedó paralizado por un instante. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Después el hocico del puerco desapareció de su mente y empezó a ver, con los ojos cerrados, una llama negra en la oscuridad. Luego abrió los ojos lentamente y siguió caminando. Ya había desaparecido, como marea descendiente, aquella sensación de calor que brotó del interior de su cuerpo. Caminó viendo alrededor de su corazón, donde había brotado aquella desagradable e insoportable sensación; y aunque ésta desapareció, le quedaron todavía unas manchas sentimentales como llamas negras o algo parecido.
"Este es un sentimiento que niega a la humanidad, aunque también es cierto que sólo es momentáneo. Yo, al igual que en otros tiempos, afirmo al ser humano. Tomo alimentos, camino, respiro. Se decía Toshio. Siguió caminando y pensó: "No obstante, esos hombres que comen y caminan no conocen el amor; si los pusieran en la guerra, al igual que yo, no tendrían más remedio que protegerse a sí mismos. Se mirarían con odio disputándose el alimento. Dejarían morir a sus compañeros de batalla". Y pensó en su madre; le dijeron que había muerto en un bombardeo. Dicen que el amor de madre es ciego. Pero ¿quién, aparte de una madre, podría amar a otro ser humano? Si en el campo de batalla hay alguien que comparte su comida con otro, esa persona no podría ser más la que la madre con el hijo. Aunque aun de la madre se puede dudar.
La imagen de su madre fue cambiando por la de la novia que lo amó... Pensó en la novia muerta. Pensó que ella no existía. Y para él sólo el amor de ella era necesario. "Para que yo entendiera el valor del amor de ella, ¿era necesaria una guerra como ésta que le arrancó la vida a millones de personas?. Abriéndose paso entre el gentío llegó al último de los puestos aglomerados, luego regresó al camino en que venía. Cuando se enfrió su cuerpo, tomó el camino hacia la oscura casa de huéspedes.
De vez en cuando, Toshio Kitayama, Yoshiko Yugami y Kurako Horikawa, al salir del trabajo se quedaban en algún lugar para tomar café; y había ocasiones en que sólo iban él y Kurako. Desde luego que él no se consideraba enamorado de ella; pero sí le atraía su belleza, aunque no el corazón. La figura de Kurako le hacía recordar vívidamente su pasado y sufría al verla. aunque este sufrimiento le era necesario. Si alguien le indicaba que en su sentimiento estaba mezclado el amor, podría ser que lo aceptara, pero él no la buscaba por eso. Además, él sabía muy bien que el corazón de ella estaba absolutamente puesto en su esposo muerto.
''Dicen que usted ha sido muy feliz, ¿verdad?". Un día le preguntó él. "Sí, he sido verdaderamente feliz". Le contestó, y con un tono claro añadió: "Y puedo asegurar que hice muy feliz a mi esposo. En este sentido, aunque él murió, no tengo nada que lamentar. Hice todo lo que podía hacer por él. Por supuesto que, mientras tanto, yo también fui sumamente feliz". Y Toshio dijo: "En este mundo todavía existen personas como usted, ¿verdad?" Ella siguió: "Era un hombre muy infeliz. Era un hombre que había sufrido mucho por la familia. Pero, en los tres años que vivió conmigo, estoy segura de que fue feliz de verdad".
Toshio preguntó: "¿Fue su esposo a la guerra?" "Sí". "¿Era oficial?" "No. Fue soldado raso". "Y, ¿fue al sureste asiático?" "Así es. Fue al sur. Murió de enfermedad en la batalla". "Habrá sido muy dolorosa la separación para usted". Kurako Horikawa se puso un poco tímida y luego contestó con un tono decidido: "Sí. Decía él que emprendía un viaje pagado por el gobierno, pero yo entendía muy bien su corazón". "Lo veo". "Después de que murió mi esposo, hay quienes frecuentemente, me dicen que sienten compasión por mí, pero yo más bien siento mucha compasión por mi esposo. Nadie piensa en la gente muerta de esa manera, pero yo no puedo pensar más que así. .. En fin, cuando se muere, todo se acaba, ¿verdad?.. . Se acaba". ". . .Bueno, sí". "Si mi esposo hubiera escogido ese camino, estaría satisfecho". "Alrededor de mí, no hay más que tales personas, ¿ verdad?" "¿Habla de la señora Yugami?" "Sí". "De veras creo que ella hace buenos esfuerzos". Luego él le contó del amor pasado de Yoshiko Yugami, quien le abrió el corazón y le contó su vida. Kurako dijo: "Yo me había imaginado que usted también había pasado desgracias". Los dos salieron de la cafetería. Luego ella se separó y se fue sola diciendo que tenía que hacer algunas compras.
Por un rato él se quedó allí parado, despidiéndola. En la plaza de la estación la gente iba y venía con prisa, y entre esa gente, de espaldas, aparecía y desaparecía la figura de Kurako. "Pero, ¿qué le dará apoyo para seguir viviendo, si ya no existen las manos que acariciaban aquella cara ardientemente?" Viendo la figura de ella, siguió pensando: "¿Por qué tenía que ser tan bonita esa cara para su desgracia?". Sin darse cuenta de que su duda era extraña, se quedó mirando hacia donde ella caminaba. De repente, no sabía claramente si era desde lo profundo de su corazón o de la figura de ella, pero sintió que un humor melancólico se derramaba y llenaba toda la plaza. Le parecía que eso penetraba con suavidad en los corazones de la gente que vivió esta guerra desgraciada; y se unía con el tono suave del atardecer, que caía desde el cielo agrandado, para destruir los edificios altos.
Un día recibió la visita de un amigo, Saburo Kataoka, con quien había regresado de la línea de batalla en el sureste asiático. Este era un egresado de la universidad cuando, como recluta, lo enviaron de Japón para suplir la última vacante de la tropa a que pertenecía. Cuando llegó estaba bastante gordo, pero en menos de un mes, es un instante, adelgazó por el calor intenso; y Toshio Kitayama lo cuidó mucho porque estaba débil. Él no tenía la conciencia falsa que suele encontrarse con frecuencia entre los soldados intelectuales, la de que cuando se enfrentaban con las sanciones privadas o vejaciones de los superiores, con facilidad perdían la dignidad y pretendían sobornar con dinero o cosas. Después de regresar de la guerra, él también, gracias a la ayuda de un compañero suyo de la universidad, trabajaba en una compañía chica que estaba cerca de Hamamatsucho, pero de vez en cuando visitaba a Toshio Kitayama para contarle las penas que tenía en el corazón.
Por fin te encontré. No sabes cuántas veces te he venido a buscar durante días. Llegaba hasta la esquina de la frutería y al encontrar tu cuarto sin luz me decepcionaba mucho. Imagina mi triste figura que regresa arrastrando los pies". Dijo Saburo Kataoka, como siempre, con la espalda apoyada en la pared. "¡Qué va! Con tu cuerpo gordo, aunque sea primavera, no hay quien llore por ti", le dijo Toshio. Y él respondió: "¿No comprendes mis sentimientos al buscarte más de mil veces para hablarte de las profundidades de mi corazón?" Toshio inquirió: "¿No se trata del sentimiento de no tener dinero, como el de Daisetsu Suzuki ?". "Así es. Estos días estoy totalmente sin dinero y sin sentimientos".
Saburo retomó la plática diciendo: "Todas las noches llegas tarde a casa, por lo que veo, ¿estás enamorado?" Toshio Kitayama titubeó: "¡Qué va! ¿Enamorado? ¿Acaso hay alguna mujer en Japón que pueda enamorarse?" Saburo respondió: "No importa si existe o no tal mujer. Después de todo, el hombre ama a la mujer. Aunque perdimos la guerra, ¡el hombre necesita de la mujer, y a su vez la mujer necesita del hombre!". Toshio comentó mordazmente: "Entonces vas a enamorarte con tu cuerpo de buen talle, ¿no?" Saburo Kataoka agregó: "Así es. Además, cuando me enamore, adelgazaré al fin".
Los dos empezaron a tostar camote para comer. Saburo dijo de pronto: "Cada vez me cuesta más ganarme la vida. Por eso me decidí a desempeñar un trabajo extra". Toshio sorprendido: "¿Ah, sí?" Saburo le preguntó: "¿No querrías tú también tener un trabajo extra?" Toshio: "¿De qué se trata? ¿De traducir?" Saburo: "Bueno, pues se trata de vender medicamentos, pero es un trabajo que puede hacerse en los ratos libres. Tú también estás dando gritos de auxilio, ¿no?" Toshio respondió: "Sí, es cierto, estoy llegando a un callejón sin salida. Pero para mí es difícil ser vendedor". "Probablemente". Se callaron los dos.
Poco después Saburo Kataoka dijo: "El otro día, al regresar a mi casa encontré a Yamanaka. Y por lo que veo, a todos los amigos de nuestro grupo les va mal". Yamanaka era otro de los compañeros de batalla con quien habían regresado de la guerra. Toshio preguntó: "¿Cómo está él ?" Saburo: "¿Qué cómo está? ¡Está vendiendo chocolates! El famoso chocolate en tablilla. Se surte de chocolates y luego los vende en la provincia". Toshio: "¿Ah, sí? ¿Eso hace aquel Yamanaka?" Saburo respondió: "Así es. Pero, aunque vende chocolates, no lo podemos menospreciar. A ese Yamanaka le va mucho mejor que a nosotros. Compra un chocolate por siete yens y cincuenta sens, y lo vende a las tiendas por ocho yens cincuenta sens. Dice que al mes puede ganar tres mil quinientos yens".
Al rato dijo Saburo: "¿Sabes a dónde fue Yamanaka el primer día que salió a vender chocolates? Pues se dirigió a Atami, donde abundaba el nuevo yen. Pero no le atinó, y no vendió ni una tablilla. Me contó que, cuando subía la pendiente frente a la estación llevando su bulto a la espalda, se acordó del último momento de Yoshinaka Hiso". "¿Yosinaka?" "Sí. ¿Te acuerdas de la escena en que Yoshinaka es dañado en los últimos momentos de su vida y se queja a su vasallo de que le afecta el metal de la armadura, el que antes no le había afectado? Yamanaka dice que le parecía como si cada uno de los chocolates que cargaba en la espalda fuera de acero. Si así fuera, al morderlo se rompería los dientes. Con razón no vendía nada". Toshio: "¿Será así?" Saburo, enfadado: "¿Por qué no te ríes? ¿Mi sentido del humor no funciona?"
Toshio comentó: "A nosotros y a nuestros amigos, a todos nos ha ido mal. Cuando regresamos de la guerra encontramos quemadas nuestras casas. No tenemos qué vestirnos. Además, ahora me están corriendo de la casa de huéspedes. Las plazas de trabajo están llenas de gente. Con esto, ¿qué podemos hacer?... El otro día, en pleno invierno de febrero, racionaron los mosquiteros; pero, ¿quién tendría dinero para comprarlos?... Además, quienes los compran luego los venden en el mercado negro. Los traficantes andan buscando artículos racionados para damnificados de guerra y luego los venden.. . Oye, ¿qué piensas de que ayer racionaron las fundas para almohadas y los zapatos para niños...? Saburo respondió: "Es por eso que yo también decidí enamorarme un poco". Toshio dijo: "Pero es que tú no puedes enamorarte". "Es probable... Puede ser que yo siempre sea gordo": Toshio: "¿Qué comes, eh?" Saburo: "Como croquetas de papas en los puestos". Toshio: "¿Croquetas? A mí también me gustan, pero no me engordan". Saburo: "Pues, ha de ser porque estás enamorado". Los dos se rieron.
Toshio Kitayama pensó que no estaba enamorado. Pero le hacía falta Kurako Horikawa. Él no sabía que un dolor como el suyo bullía en el corazón de otra persona hasta que estuvo con ella. Viendo la cara de Kurako, él se dio cuenta de que se le habían olvidado todos los sufrimientos pasados en el campo de batalla, y que empezaba a tomar una forma muy ambigua de vivir. Cuando regresó a Japón, se impresionó ver las ruinas, pero poco a poco esa impresión empezó a debilitarse hasta que llegó a no sentir nada extraño al ver los edificios quemados, los puestos formados largamente a los dos lados de las calles, y a la gente que hormigueaba por aquí y por allá. Pero él sentía que la cara dolorosa de Kurako le quitaba esa nube del corazón.
Los dos iban con frecuencia a Ginza, cuando salían del trabajo. Ella le comentó que vivía en la casa de sus padres, pero que allí también estaban unos parientes, y que eso era incómodo. Cuando ya pasaban de las ocho, Kurako decía que tenía que regresar a casa. Él no trató de detenerla. Deseaba empezar a dar un nuevo paso en la vida. Sin embargo, no sabía cómo empezar. El dar un paso nuevo significaba destruir su pasado que pesaba mucho sobre él. Pero no encontraba el remedio.
Un día él le preguntó a Kurako: "¿Puede vivir?" Ella respondió que sí. Toshio formuló otra pregunta: "¿Está bien? Kurako: "Sí. Estoy bien"; Al rato él dijo: "Es que después de todo, usted ha vivido más honestamente que yo". Kurako: "¿Será?" Toshio continuó: "Es difícil que un ser humano haga feliz a otro. Todavía no he conocido a nadie que haya podido hacerlo. Por supuesto que yo no he podido. Pero usted pudo ha cerlo, y este hecho la sostiene, tal vez".
Era el atardecer. Sobre las calles estaba abierto el cielo, primaveral y cristalino, con tono amarillo. Los dos estaban sentados a la mesa junto a la ventana en el primer piso de una cafetería, y se entusiasmaban con aquella conversación. Él le contó que cuando estudiaba en la universidad cambió de la facultad de derecho a la de bellas artes, no haciendo caso de los deseos de su madre, y que a pesar de que la madre se sintió preocupada por la poca esperanza de encontrar buen empleo después de terminar esa carrera, le dio permiso con buena gana. Su madre sacrificó toda la vida por él. "De verdad, hubiera querido ver a mi madre otra vez", dijo él. Kurako Horikawa se quedó callada. Él entendió que sus palabras le recordaron a su esposo.
Por supuesto, yo no pienso que los seis años de vida militar arruinaran mi vida y que no pudiera salir de allí... Pronto encontraré algo, seguramente... En mí también brotará algo como una fuerza. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa. Afortunadamente, la vida militar entrenó mi cuerpo".
Él le contó un poco de las experiencias en la guerra. Le dijo que lo que le ayudó a soportar los dolores de la batalla no habían sido sus estudios académicos sino el dolor que tenía en su corazón. Ella dijo: "Cuando lo veo, me dan ganas de ayudarlo de alguna manera. . . a toda costa. Pero sé claramente que no tengo ningún remedio para esto. De verdad, no tengo remedio". Habló entrecortadamente como si contuviera la respiración. El no pudo contestarle. Durante un largo momento los dos se quedaron viendo uno al otro sin hablar.
Un día, cuando Toshio Kitayama subía las escaleras del segundo piso, la encontró agachada en medio de la escalera.
¿Qué le pasa?" Ella respondió: "Me tropecé". Al voltear la cara y reconocerlo, agregó: "Estuve pensando un poco". Él vio que algo triste pasó velozmente por su cara. Al salir del trabajo los dos se encontraron y fueron hacia Gofukubashi sin objeto especial. Él la vio más deprimida que antes, y sintió que el corazón de ella no estaba en él sino caído en algún lugar profundo de su cuerpo. Era una tarde con viento. El polvo blanco se arremolinaba en la calle y las tablas del puente rechinaban. Los dos caminaban hacia Nihonbashi a o largo del río.
"¿Ya se le curó el pie?", preguntó él después de un rato. "¿El pie?", ella volteó la cara cubierta por un poco dé cabello. Él siguió: "Sí, cuando tropezó en la escalera estuvo cojeando un poco". Ella dijo: "Sí. Totalmente. Esos días me sentí muy deprimida. También estuve pensando en varias cosas y estaba distraída. Nunca me había pasado eso antes. No sé qué me está pasando, pero últimamente me siento muy inquieta". Toshio, sorprendido: "¿Si? ¿Usted?" Kurako: "Parece raro, ¿verdad?".
Los dos caminaban hacia Ginza evitando a la multitud del parque. "Siempre me invita usted, por eso hoy quisiera invitarlo". Toshio interpeló: "Pero si tan sólo le he invitado café". Ella dijo: "Pero me da pena. Hoy tengo un poco de dinero". Cenaron ligeramente, y para tomar buen café fueron a otro lugar. Los dos sentían que tenían algo que contarse uno al otro, y que lo deberían hacer, pero se quedaron callados.
"Señor Kitayama—dijo ella evitando la mirada de él, que estaba dirigida a su cara, como siempre el otro día me dijo que pensaba en buscar algo, ¿ya lo ha encontrado?" "No, no es tan fácil. Pero empecé a estudiar de nuevo. Me entraron ganas de estudiar y seguir trabajando. Algún día un hombre como yo podrá llegar a ser bueno. Quiero ser un buen hombre y luego morir. Ese es mi deseo ahora. . . Ya que he sobrevivido a aquella guerra, si no puedo lograrlo, hubiera sido mejor haber muerto".
Kurako dijo: "Creo que pronto vendrá el buen tiempo". Toshio: "¿Para quién o quiénes? ¿Para los japoneses?" Ella repuso: "No. Más bien... desde hace días pienso que tengo que encontrarle una buena pareja, señor Kitayama". Toshio Kitayama se quedó callado pensando en el significado de aquellas palabras. "Gracias—dijo él con indiferencia—, ¿pero qué tal para usted?" "¿Yo?" Kurako Horikawa movió su cara levemente hacia atrás. "Me han dicho que va a casarse por segunda vez". Dijo Toshio Kitayama manteniendo la indiferencia "¿De veras le han dicho?", dijo Kurako como si estuviera presionada por las palabras indiferentes de él. "Sí, me lo han dicho". "Pero—dijo Kurako entre dientes—, pero no me dan ganas en absoluto. "Señor Kitayama, ¿Piensa usted que sería mejor que me casara ?" "Sí, por supuesto que sería mejor". "¿Ah, sí?".
Los dos, con sus corazones separados, se quedaron sentados en el fondo de la cafetería sin dirigirse la palabra. Cuando llegaron a la estación de Yurakucho ya era bastante tarde. Pasaba de las ocho. En el andén de la estación se aglomeraban muchas mujeres muy maquilladas, quienes salían de sus trabajos en el cabaret. Debajo de la luz oscura de la lámpara, se escuchaban las risas alegres. Separados de las mujeres, los dos estaban de pie en un extremo del andén, viendo las calles oscuras y la noche que se extendía allá abajo. Pasaron muchos trenes de rutas periféricas, pero parecía que nunca llegaba el tren de ruta interior que ellos esperaban.
"¿Hasta dónde puede llegar la vida de una persona así como ella? Me contó que se ganaba el sustento vendiendo sus cosas, pero cuando se le acaben, ¿qué hará?" Esto pensaba Toshio Kitayama sobre Kurako Horikawa, quien estaba junto a él sin moverse y fijaba la mirada en las luces opacas de las calles nocturnas. "¿Pero qué haré yo? ¿Qué es lo que realmente estoy buscando? ¿Será que busco el amor de ella? Seria la unión de una mujer que perdió a su querido esposo en la guerra con un hombre a quien la guerra le había hecho reconocer el valioso amor de la novia muerta... Sería como una novela". Pensó él.
De repente, Toshio sintió que se movía una vida pequeña junto a él. Al interior del cuerpo de Kurako Horikawa, que tenia dos piernas delgadas bajo la falda corta, sintió la existencia de una vida lastimosa que llevaba consigo dolores a donde quiera que fuera. Sintió los dolores que, como fieras, estaban escondidos sin moverse en el fondo de esa vida. "No, creo que no la estoy buscando a ella. Y yo no soy lo que ella busca. Ella dijo que no tenía remedio para mis dolores, pero yo tampoco puedo hacer nada, por los de ella... y si veo esta realidad en que no puedo hacer nada por la vida de esta pobre mujer, que está tan cerca de mí, no tengo más remedio que pensar que mi vida es sólo mía... y la de ella es sólo de ella".
Llegó otro tren de ruta periférica. De repente, Kurako enderezó el tórax y, caminando, dijo: "Vamos a tomar este tren". Toshio la siguió preguntando: "¿Por qué?" Y Kurako respondió: "Subamos. Este nos lleva a donde vamos". Ella se volvió a mirarlo, y sin ponerle atención, subió al tren. Él sintió que en la cara de ella se reflejaba algo como una tentación jovial, y la siguió. Pero ya en el tren, los dos hablaron muy poco. Toshio preguntó: "¿Qué le pasa? ¿Por qué subió a este tren?" Ella dijo: " No tengo ninguna razón especial. Ya no podía esperar más". Y se cortó la conversación. Entre los dos se notaba un ambiente un tanto agobiante. Toshio Kitayama sintió que la figura de ella tenía un aura de tentación. Ella estaba al lado izquierdo de él deteniéndose del pasamanos Toshio preguntó: "¿Su casa está lejos de la estación?" Y ella, sin voltear a verlo, respondió afirmativamente. Él siguió preguntando: "¿Como a cuántos minutos?" Kurako respondió: "Llego como en quince minutos". Toshio comentó: "Entonces es peligroso, ¿verdad?" Ella afirmó con un movimiento de cabeza y dijo: "El otro día asaltaron a una vecina, pero afortunadamente sólo le robaron una sombrilla". Toshio aprovechó para preguntarle: "¿La acompaño?" Ella no respondió, pero él notó en su cara un suave movimiento que con aire triste parecía decir que no. Otra vez, separados sus corazones, estaban de pie uno frente al otro.
Pasaron por Meguro, por Shibuya, y llegaron a Shinjuku. Toshio estaba indeciso en acompañar a Kurako hasta su casa. Caminaron por el pasillo del vagón hasta la puerta central y él le volvió a preguntar: "¿La acompaño?" Pero ella se quedó callada como antes.
Había ya poca gente en el tren, pero los dos estaban frente a frente cerca de la entrada. Él veía que el viento entraba por la ventana y movía el cabello de ella, que le colgaba hasta el cuello. Estaba viendo que un cuerpo pequeño y algo inclinado hacia la izquierda dejaba frente a él una existencia vaga. Él presentía que ella no sobreviviría a esta época de derrota por la guerra. "Dentro de poco tiempo no podré ni comer... Parece que desde este mes aumenta un poco el salario, pero de todos modos todo el sueldo es para el alimento... Tal vez sea lo mismo en la compañía de ella..." Luego imaginó que el cuerpo de ella, que tenía enfrente, poco a poco perdía su volumen y el vigor de la vida, hasta esparcirse por todos lados como polvo.
Ya no tenía palabras que decirle. Sentía que cualquier palabra que saliera de su boca no llegaría al fondo del corazón de ella. "En el interior de esta persona, ciertamente, hay grandes dolores. Esos dolores están abrumando y aplastando a esta pequeña mujer. Sin embargo, yo no puedo tocar sus dolores. No sé nada de ella. Sólo conozco mis dolores y los trato con cuidado... Sólo esos..."
Toshio Kitayama vio que Kurako Horikawa levantó la cabeza para verlo. Cuando el vagón pasó por una zona oscura, el rostro blanco de ella se veía flotando frente al de él. Fijó su mirada directamente en ella. . . y pensó que más allá de esta cara, ciertamente, existía el dolor que la guerra le provocó. Él quería penetrar al interior de esos dolores de ella, costara lo que costara. Si aún existía algo de verdad o sinceridad en una persona como él, querría tocar los dolores de ella... Así, si las dos almas pueden intercambiar sus dolores, si las dos personas pueden mostrarse sus secretos de existir en la vida, si un hombre y una mujer pueden exponer sus verdades..., entonces la vida tendrá un nuevo sentido... pero a él le parecía que eso era imposible.
El tren se acercaba a Yotsuya, donde ella tenía que bajar. Pero él seguía viendo fijamente su cara blanca. De repente, reconoció algo como una pequeña mancha al borde de su cara blanca. Su corazón empezó a desconcertarse, sin razón especial, por aquella mancha. Era una mancha tan pequeña que era difícil asegurar si existía o no. Podría ser una mancha de humo o polvo, o un lunar transparentado detrás de los polvos del maquillaje. De todos modos, esa manchita le sacudió suavemente el corazón. Llevado por la tentación de confirmar claramente si existía esa manchita arriba del ojo izquierdo, reunió toda su atenci6n allí. Miró con detenimiento. De pronto se sintió desconcertado, no por lo que veía sino porque descubrió que en lo recóndito de su corazón había algo parecido a esa mancha. Por consiguiente, ahora conocía el significado de esa mancha. Empezó a ubicar el sitio de la mancha en su corazón y entonces sintió que esa mancha crecía repentinamente, que se estaba inflando. Crecía gradualmente y luego venía acercándose a sus ojos. Se le acercaba a sus ojos desde el interior de los ojos. Se le acercaba más y más "¡Ay, Dios!", gritó en el corazón. Observó que en la cara blanca de Kurako esa mancha también empezaba a crecer. Aparecía una cosa grande, redonda y roja en su cara.
Venía subiendo una luna grande y roja en el sureste de Asia. Aparecían las caras amarillentas de los soldados enfermos de malaria. Luego aparecía una columna de soldados que se perdía a lo lejos.
Se oyó un fuerte ruido del tren y Toshio Kitayama se sintió sacudido. Luego, del interior de ese ruido se oyó la voz del pescador Nakagawa metido a soldado, que decía: "Ya no puedo caminar. Voy a dejar. Voy a dejar". Esa voz y el ruido del tren venían juntos desde el fondo del cuerpo de Toshio Kitayama. Desde el fondo de su cuerpo manaba algo caliente que hervía. "Voy a dejar. Voy a dejar". Sintió que el cuerpo del soldado Nakagawa iba alejándose de él y que avanzaba hacia la muerte. Luego sintió que era él quien empujaba al soldado Nakagawa hacia la muerte.
El tren, haciendo más ruido, salió del túnel. Toshio Kitayama se aguantaba, callado, el sentimiento negro que brotaba del fondo de su cuerpo. "Ni modo. No había otro remedio. Dejé morir a Nakagawa para proteger mi vida. ¡Por mi vida! ¡Por mi vida! Pero no hay otra manera de vivir para el ser humano más que ésa". Siguió pensando, apretando su corazón suavemente. "¡No había más remedio! Yo sigo siendo el mismo que el de aquel momento. Si me ponen en aquella misma situación, otra vez igual que antes, dejaría morir a otros seres humanos. Ciertamente, aún sigo siendo no más que un hombre que cuida sólo su propia vida. No puedo hacer nada por las penas de esta persona". Sintió que ella, desde su cara blanca, despedía unos efluvios del corazón que iban hacia él. "No puedo entrar en la vida de esta persona. Yo no existo más que en mi propia vida". Sintió que él no podía encajar perfectamente en algo que había en los efluvios del corazón de ella. "¡No puedo! ¡No puedo hacer nada por una vida ajena! Un hombre que sólo cuida su vida, ¿cómo puede cuidar la vida ajena?" Así pensó.
El tren llegó a Yotsuya y se detuvo. Se abrió la puerta. Él vio que la cara de Kurako Horikawa miraba su cara. Vio que sus pequeños hombros lo incitaban. "¿La acompañaré hasta su casa o no?, pensó". ¡No puedo! ¡No puedo!", siguió pensando.
"¡Adiós", diciendo esto, bajó la cabeza. "Sí". Por reflexión ella retiró su rostro. Luego se dibujó una sonrisa dolorosa en su cara.
Ella bajó y la puerta se cerró. El tren avanza. Tras la ventanilla, él mira que la cara de ella lo busca. Después, mira que aquel rostro se aleja. La ventanilla casi rozó el rostro de ella. Así, su vida apenas rozaba la de ella. Sintió que entre sus dos vidas, a gran velocidad, había pasado una placa de vidrio transparente.