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Más Lafcadio Hearn


Kawabata

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El gran maestro no necesita presentación pero acá van dos textos que reflexionan sobre una de sus obras más hermosas: La casa de las bellas durmientes (1961)








Kawabata y el erotismo

 Prólogo que Mishima escribió para una edición extranjera de este libro

Por Yukio Mishima
Pareciera que existen, entre las obras de los grandes escritores, aquellas que podrían llamarse del anverso o del exterior, cuyo significado está en la superficie, y aquellas del reverso o del interior, con un significado oculto; podríamos compararlas incluso con el budismo exotérico y el esotérico. En el caso de Kawabata, País de nieve pertenece a la primera categoría, mientras que La casa de las bellas durmientes es con toda seguridad una obra maestra esotérica.
En una obra maestra esotérica, los temas más secretos y más profundamente ocultos de un escritor hacen su aparición. Una obra de esta naturaleza no es dominada por su transparencia o claridad sino por una opresión sofocante. En lugar de limpidez y pureza, hallamos densidad; más que un mundo amplio y abierto, encontramos una habitación cerrada. El espíritu del autor, deshaciéndose de todas las inhibiciones, se muestra a sí mismo en su forma más atrevida. En todas partes he comparado La casa de las bellas durmientes con un submarino con gente atrapada en su interior, en el cual el aire está agotándose poco a poco. Mientras está bajo el influjo de esta historia, el lector suda y se marea, y conoce de la manera más apremiante el terror del deseo incitado por la cercanía de la muerte. O, a la luz de cierta lectura, la obra puede ser comparada con un negativo. Una impresión realizada a partir de él mostraría sin duda el mundo en que vivimos a la luz del día, revelaría hasta el último detalle de su hipocresía brillante, plástica.
La casa de las bellas durmientes es inusual en la obra de Kawabata por su perfección formal. En el final, la joven de piel oscura muere y "la mujer de la casa" dice simplemente: "Está la otra chica". Con esta última observación cruel, ella derriba la casa de la lujuria construida hasta ese momento con tanta atención y minuciosidad, en un colapso inhumano más allá de toda descripción. Puede parecer accidental, pero no lo es. Con un solo golpe revela la esencia inhumana en una estructura aparentemente construida con solidez y cuidado, una esencia compartida entre "la mujer de la casa" y el viejo Eguchi. Y es por eso que Eguchi "nunca se había sentido tan impresionado por una observación".
El erotismo no apunta a la totalidad para Kawabata, debido a que el erotismo como un todo incorpora en sí a la humanidad. La lujuria se fija a fragmentos y, carentes de subjetividad, las bellas durmientes en sí mismas son fragmentos de seres humanos que instigan a la lujuria a llegar a su máxima intensidad. Y paradójicamente, un cadáver bello, ya sin los últimos trazos de espíritu, da lugar a los sentimientos más intensos de la vida. A partir del reflejo de estos violentos sentimientos de aquel que ama, el cadáver emana el resplandor más fuerte de la vida.
En un nivel más profundo, este tema está relacionado con otro de importancia en la escritura de Kawabata: su adoración por las vírgenes. Esta es la fuente de la pureza de su lirismo, pero bajo la superficie tiene algo en común con los temas de la muerte y de la imposibilidad. Debido a que una virgen deja de serlo una vez que es atacada, la imposibilidad del acto es una premisa necesaria para poner la virginidad por encima del agnosticismo. ¿Y acaso la imposibilidad del acto no pone siempre el erotismo y la muerte en el mismo lugar? Y si nosotros los novelistas no pertenecemos al bando de la "vida" (si estamos confinados a una abstracción de cierta neutralidad perpetua), entonces "el resplandor de la vida" sólo podrá aparecer en un mundo en el cual la muerte y el erotismo estén juntos.
La casa de las bellas durmientes comienza con la visita del viejo Eguchi a una casa secreta gobernada por "una mujer pequeña de cuarenta y tantos". Ya que la razón de su presencia es hacer una observación extremadamente importante en el final, ella es delineada con ominoso detalle, desde el gran pájaro en la faja de su kimono hasta el hecho de que es zurda.
El lector siente admiración por la precisión, la extraordinaria fineza de los detalles en la descripción que hace Kawabata de la primera de las "bellas durmientes" con las que pasa la noche el anciano Eguchi, de sesenta y siete años; casi como si ella fuera acariciada solamente por las palabras. Por supuesto, da a entender cierta objetividad inhumana en la calidad visual de la lujuria masculina.
Su mano y muñeca derechas estaban al borde de la colcha. Su brazo izquierdo parecía estirarse en diagonal bajo la colcha. Su pulgar derecho estaba escondido a medias bajo su mejilla. Los dedos sobre la almohada al lado de su rostro estaban ligeramente curvados en la suavidad del sueño, aunque no lo suficiente para borrar las delicadas depresiones donde se unían a la mano. El color rojo, cálido, de sus manos era más rico gradualmente desde la palma hasta las puntas de sus dedos. Era una mano blanca, suave, encendida.
Su rodilla estaba ligeramente adelantada, obligando a las piernas de Eguchi a colocarse en una posición extraña. No necesitó observarla con detenimiento para darse cuenta de que ella no estaba a la defensiva, de que ella no tenía su rodilla derecha apoyada sobre la izquierda. La rodilla derecha había sido movida hacia atrás, la pierna había sido extendida.
De esta manera, la adolescente, que se ha convertido en una "muñeca viviente", es para el anciano la "vida que podía tocarse con confianza".
Y qué espléndida técnica erótica podemos disfrutar cuando el viejo Kiga mira las bayas del aoki en el jardín. "Cientos de ellas yacen en el suelo. Kiga levanta una. Jugueteando con ella, le cuenta a Eguchi sobre la casa secreta." A partir de este pasaje o cerca de él, una sensación de confinamiento y ahogo comienza a descender sobre el lector. Las técnicas usuales para el diálogo y la descripción de los personajes no tienen sentido en La casa de las bellas durmientes debido a que las jóvenes están adormecidas. Debe de ser la primera vez que la literatura brinda una sensación tan vívida de la vida personal a través de las descripciones de figuras durmientes.
Traducción del inglés: Virginia Sauda 


Mirando dormir a una mujer


Por Juan Forn
En medio del acto sexual, un hombre repara en que le ha sacado unas gotas de sangre al pecho de su amada, no entiende cómo. Ella tampoco, cuando él se lo hace ver después del orgasmo: ni siquiera puede localizar el punto de donde salieron esas gotas de sangre. En la vida de ese hombre, esa joven terminará siendo únicamente ese momento: aquel en el que aprendió que los labios pueden, si son lo suficientemente suaves, sacar sangre del cuerpo amado sin que duela, más bien al contrario.
Si tuviera que elegir una escena que encarne el erotismo elegíaco en su máximo esplendor, sería ésta. Si digo que la escena es de Kawabata, parecerá que estoy diciendo que es ciento por ciento japonesa pero, para llegar a ese ciento por ciento de niponidad, Kawabata la completa así: el hombre que recuerda esa escena ya tiene 67 años, está en la cama con otra muchacha, la muchacha es virgen, está dormida y él ha pagado el doble de lo que pagaría para estar con una muchacha despierta (incluso con una virgen) porque en esa casa secreta, en el fondo oscuro de la noche japonesa, los viejos –que son tan viejos que ya no pueden ni satisfacer ni obtener satisfacción de una mujer en la cama– pagan por pasar la noche junto a una muchacha virgen dormida. El sueño es inducido por narcótico. Las muchachas están dormidas cuando el cliente entra en la habitación y siguen durmiendo cuando culmina su tiempo con ellas, con las primeras luces del amanecer. No se puede dormir dos veces con la misma muchacha. Nada de mal gusto puede hacérseles (el eufemismo es clásicamente japonés, pero se cumple a rajatabla, a la manera japonesa, por supuesto). Al despertar, la muchacha ignorará si el hombre con quien compartió la noche la abrazó, la besó o lamió o mordió o lloró sobre su cuerpo núbil, o simplemente yació a su lado sin tocarla, intoxicado de recuerdos, como el personaje de Kawabata.
Kawabata tenía sesenta años cuando escribió La Casa de las Bellas Durmientes. Pero cuando tenía treinta escribió País de nieve, donde hay un personaje que es un experto en ballet occidental, aunque jamás ha visto uno con sus propios ojos. No es una pose sino una concepción estética: prefiere contemplar el rostro de una joven que viaja en su vagón de tren a través del reflejo que ofrece la ventanilla, en lugar de mirarla directamente, porque de esa manera logra la distancia que le permite valorar la belleza sin sus “accidentes” (de ahí su negativa a asistir a funciones de ballet en vivo). En los días más fríos del año, este diletante de Tokio parte en tren a las montañas donde se hace la seda Chijimi: la seda Chijimi es hilada por jóvenes vírgenes en oscuros sótanos al rojo vivo, luego es puesta a secar sobre la nieve un día y una noche enteros, hasta que alcanza el punto de blancura que habrá de convertirla en la tela perfecta para kimonos de verano, porque su hilado “conserva como ningún otro el espíritu de la nieve”.
Antes de descubrir las termas de montaña y el espíritu de la nieve, cuando era un joven veinteañero, Kawabata acompañó un día a su amigo Akutagawa a elegir una prostituta por las calles de Asakusa, el famoso Sexto Distrito, conocido como la letrina de Tokio, porque allí convivían los marginales tradicionales que hacían nido en los alrededores de cada gran templo nipón y la “nueva promiscuidad” que generaba el culto a lo occidental en Japón. Detrás del templo Kanon, cuyos jardines daban al río, los callejones de Asakusa hervían de varietés, vendedores de pájaros, fabricantes de kimonos, viejos calígrafos, informantes de la policía, geishas impolutas y mendigas prostitutas. Asakusa ofrecía toda la gama concebible de diversiones y perversiones a la japonesa, y a imitación occidental. El joven Kawabata había pisado por primera vez Asakusa poco después de llegar a Tokio, a los dieciséis. Había visto morir a sus padres, luego a su única hermana, luego a su abuela y por fin al abuelo, que se lo llevó a vivir al campo. En uno de los mil cafés de Asakusa vio, rodeado de chicas hermosas, a Tanizaki (que era trece años mayor que él y ya disfrutaba de fama como escritor), y decidió qué quería ser en la vida.
Desde entonces vivía en el Sexto Distrito, razón por la cual le resultó de lo más normal acompañar a su compadre Akutagawa a elegir una prostituta. Lo que le sorprendió fue que su excéntrico amigo llevara el rostro maquillado de blanco, y más aún le sorprendió que ninguna prostituta quisiera irse con él, siendo un cliente altamente apreciado. Hasta que oyó los cuchicheos de las muchachas: creían que Akutagawa era un fantasma. Tres días después, el pronóstico se hizo realidad: Akutagawa había calculado cuidadosamente la dosis de veronal que ingirió, para que su cadáver luciera plácido; por eso en los días anteriores empezó a blanquearse la cara para que sus “mariposas de la noche” se fueran acostumbrando a verlo muerto.
Tanizaki diría años después que todos ellos querían escribir lujurioso, pero les salía elegíaco porque estaban hablando de un mundo que moría delante de sus ojos. Cuando dijo “todos” se refería en realidad a cuatro: Kawabata y Akutagawa y él y Kafu. Kafu era el preferido de los otros tres, quizá porque era el más disipado, quizá porque era al que menos le importaba escribir de los cuatro. Kafu se casó una vez, contra el consejo de sus amigos, con una geisha tan disipada como él. Era pleno invierno y no tenían ni para el fuego del caldero, así que se limitaron a permanecer abrazados, dándose calor uno al otro. “Cuando se rasgaba alguno de los paneles de papel de las puertas de nuestra habitación, lo cubríamos con las cartas que nos habíamos ocultado hasta entonces el uno al otro, y nos leíamos en voz alta los pasajes más escabrosos, mientras intentábamos que no se colara más frío en la habitación. Puedo dar fe de que ése es un placer que jamás conocerán los que tienen dinero.”
No sé exactamente qué estoy tratando de decir, pero lo poco que he logrado saber de las mujeres lo aprendí leyendo libros de ellos y mirándolas dormir a ellas.



Más Kawabata

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País de nieve (1937)
                                             http://www.mediafire.com/view/?6nbk13cc9nprqmr

Mil Grullas (1952)

El Maestro de Go (1954)

Primera nieve en el monte Fuji (1958)

Kioto (1962) 

Lo bello y lo triste (1964)

Historias en la palma de la mano (1972)


Breve historia de Japón- Mikiso Hane

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                                                 http://www.mediafire.com/?em7cq5elsqltk7o
                                                     
                                                    (gracias Yamila y Agustín por el aporte)

Más Yasutaka

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Prólogo por Fernando Iwasaki:




                                   Link a la película completa de Satoshi Kon  basada en la novela
                                            http://www.youtube.com/watch?v=Ky4GgeZdjPE

                                      Entrevista a Yasutaka Tsutsui por Jesús Ángel Crespo:
                                           http://www.mediafire.com/view/?ioufwo7g9pm9alh

El crisantemo y la espada-Ruth Benedict

Cuentos de Mishima

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                                                    http://www.mediafire.com/view/?mo61nlv21b5oxhq

 El muchacho que escribía poesía
 El sacerdote y su amor

 La perla

 Los siete puentes

 El periódico

 Patriotismo

 Muerte en el estío

 El termo

 Los pañales
Onnagata
 Senbeide un millón de yenes

 Dojoji
 La princesa Aoi

              Death in Midsummer and other stories 

       

                                                   http://www.mediafire.com/view/?9z2gmcbk5th63kz
     
                                                                        Death in Midsummer
                                                                      Three million yen
                                                                           Thermos flasks
                                                       The priest of Shiga Temple and his love
                                                                         The seven bridges
                                                                                 Patriotism
                                                                                   Dojoji
                                                                               Onnagata
                                                                                The pearl
                                                                          Swaddling clothes

Tetralogía-El Mar de la Fertilidad (1964-1970)

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                                                       http://www.mediafire.com/view/?l8urq4k7xgddud2


                                                      http://www.mediafire.com/view/?o1sznk1n1ygn57g





                                       
                                                      http://www.mediafire.com/view/?caymqluaycxqbp6

El libro del té-Okakura Kakuzo

Hiroshi Noma

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La Luna Roja en la Cara
Por Hiroshi Noma 
Traducción: Yuko Yagi y José Vicente Anaya


Texto perteneciente al libro«Antología de la narrativa japonesa de posguerra», 1989, Premiá editora de libros, S.A., Tlahuapan, Puebla, México.

 La primera generación de escritores que aparece al terminar la guerra, fue integrada por Yukio Mishima, Hiroshi Noma y otros; y se le llamó la "Generación de novatos de la posguerra" Mishima y Noma, que formaron dos corrientes importantes de la literatura japonesa contemporánea, fueron diametralmente opuestos: el primero derechista (ultranacionalista); y el segundo izquierdista (anti-institucionalista).
Noma nació en la ciudad de Kobe, Hyogo en 1915. Su padre de familia campesina, estudió en una escuela tecnológica y trabajó en la central eléctrica de Kobe. Cuando Noma tenía tres o cuatro años de edad, la familia se trasladó a la ciudad de Yokohama, donde su padre trabajó de tranviario. Poco después la familia regresó a su ciudad natal, y su padre trabajó en la Central Eléctrica de Nishinomiya. Noma vivió su niñez rodeado de mar, pues la prefectura de Hyogo es una región dotada de costas.
Su padre fue un budista que trató de fundar una nueva secta basándose en las ideas del Monje Shinran. El ambiente de su familia parece haberle dejado un carácter introvertido. Cuando él tenía seis años, murió su padre.
Al terminar sus estudios de secundaria entró a la Preparatoria Tres en 1932. En ese tiempo conoció al poeta simbolista Katsutaro Takeuchi, quien le instruyó en el simbolismo francés. Junto con otros jóvenes aficionados de esa región, fundó una revista literaria en la que publicó su poesía. En los últimos años de la escuela preparatoria tuvo contacto con el marxismo interesándose profundamente en los movimientos ideológicos. En 1935 ingresó al Departamento de Letras Francesas de la Universidad Imperial de Kyoto, y se graduó en 1938. Entonces trabajó en la oficina municipal de Osaka, donde se encargó de los centros de asistencia para los barrios pobres. En 1940 fue reclutado por el servicio militar para ir a la guerra en Filipinas Batán y Corregidor. En el frente de guerra se enfermó de malaria y fue mandado de regreso al Japón.
Al terminar la guerra, inmediatamente empezó a escribir Una pintura sombría, considerada su obra maestra, cuyo primer capítulo aquí presentamos. Dicha novela fue terminada en seis meses. Con esta obra Noma ocupó un sitio preponderante en el mundo literario de la posguerra.
La historia de Una pintura sombría se desarrolla en la región oeste del Japón, en ciudades como Kobe, Kyoto y Osaka: en la época llamada "El valle nefasto", cuando surgieron activos movimientos estudiantiles inspirados por la ideología socialista, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Fue una época de feroces represiones y de militarismo ultranacionalista, en la que los estudiantes universitarios luchaban desesperadamente contra la guerra y en pro de la libertad ideológica, a sabiendas de que todo era inútil, ante la monstruosa aparición de la mecánica fascista y totalitaria.
Después de esta novela, Noma escribió otra que se hizo objeto de gran polémica en esa época: se trata de La zona vacía (1947) donde reveló la estructura compleja e ilógica del ejército japonés, denunciando su sistema inhumano.
Hiroshi Noma, el náufrago sobreviviente de aquel mar horrendo de la época del militarismo salvaje y de represiones vandálicas, se yergue en la cumbre del ámbito literario del Japón actual como un obelisco imponente, al mismo tiempo que está sentado como un buda misericordioso, pues es uno de los críticos más feroces, militantes y tenaces de temas sociales, como el uso del arma nuclear, la contaminación y la destrucción ambiental, así como la discriminación racial y la división de clases, no solamente dentro del país, sino también en todo el mundo.






La cara de la viuda Kurako Horikawa tenía un semblante algo melancólico. Desde luego que su cara no era la de algunas japonesas en cuyo perfil, algo frío, se adivina la carne tierna y forman una belleza tan distinguida que es difícil acercarse a ellas; ni era ese rostro cuyos atractivos están hechos para romper la armonía, ya sea por el ojo, la nariz o la boca. No era más que una cara bonita, normal por decirlo así, que pertenecía a la belleza común; pero en ella había algo torcido que pudo ser arrebatado a la fuerza por una expansión de la vida, y esto le daba una belleza llena de energía extraordinaria. La expresión dolorosa y melancólica de su cara destilaba por su frente blanca y amplia, por los labios poco carnosos que reaccionaban a los cambios del mundo exterior.

Toshio Kitayama se daba cuenta de que, en la medida en que más veía la cara de ella, esas expresiones iban penetrando poco a poco en lo profundo de su corazón. Hacía casi un año que había regresado del frente en el sureste de Asia, y trabajaba en la oficina de un amigo que se encontró en el quinto piso de un edificio cercano a la estación de Tokio; además, él se la encontraba con frecuencia, a veces en el pasillo del edificio, en el elevador o en la puerta del baño. Cada vez que la veía, le hallaba en su cara esa expresión inexplicable de dolor. Él se dio cuenta de que aquella cara le recordaba su dolor, el que había en el interior de su corazón, con cierta dulzura espiritual que al mismo tiempo es dolorosa.
Él no podía saber qué edad tenía ella; más bien, él no ponía interés en su edad, porque esta mujer la ocultaba con su belleza. Desde luego que eso podía deberse a que él pasaba años sin ver a las mujeres japonesas, pero también podía ser porque él tenía una experiencia amarga en el pasado, y esto lo obligaba a vivir siempre con la idea de estar lejos de la mujer. Él no se daba cuenta de que ella había estado casada una vez. La suponía más joven de lo que realmente era. Por eso le parecía extraño que siendo joven, ella tuviera una cara que mantenía y expresaba tan claramente su personalidad, lo cual era raro en las mujeres japonesas, y no entendía cómo podía haber una cara como la de ella siendo tan joven.
Ella trabajaba en la nueva industria de Yachiyo, cuyas oficinas estaban frente al trabajo de él. El pasillo largo con oficinas a los lados era oscuro, de tal modo que cuando él se la encontraba aquí, además de lo breve, no podía observar detalladamente su cara. De todos modos ella destacaba en la oscuridad del pasillo o entre la gente amontonada del elevador. Y cuando él la miraba sentía que la energía de su belleza venía hacia él, como el último destello del día disipado por la noche con una última fuerza al filo de las montañas o del horizonte, en el momento en que ese destello desaparece entre una atmósfera llena de tranquilidad.
Al principio sólo el rostro llamaba su atención, pero después comenzó a notar que el dolor reflejado en esa expresión destilaba también por todo el cuerpo algo pequeño, cubierto con un ropaje oscuro que parecía apagarse ante esa cara llamativa. Sentía que aquella figura humedecida por el dolor le recordaba y le hacía revivir su propio pasado doloroso. Ciertamente la cara de Kurako era de una belleza que encajaba bien en el dolor interior de Toshio, pero no podía entender por qué se parecían tan perfectamente la cara de ella y el sentimiento de él. De cualquier modo, aquel rostro tocaba al dolor de su corazón.
Cuando Toshio bajaba la escalera sentía algo que le oprimía el corazón. Al principio no sabía qué se lo ocasionaba, después no hubo duda de que se debía a la expresión del doloroso semblante de Kurako que se había hundido en el fondo de su corazón. Sentía que en el centro de lo que le apretaba el corazón estaba aquella cara. Él fijaba la mirada en el rostro que estaba en su corazón, entonces sentía el dolor que lo envolvía en una inquietud inexplicable, se quedaba en la sensación de que sus pies se negaban a aceptar la voluntad que los movía por abajo del cuerpo.
De repente, por el corazón de Toshio pasaba un relámpago de sentimiento misterioso e incomprensible. Entonces, algo de lo más profundo de su memoria subía y le mostraba un poder extraño de gran fuerza que lo hacía rendirse. "¡Ay, no!", se paró un instante. "¡Qué horror!", sacudió la cabeza. Pero él estaba agitado por una confusión que no sabía cómo tratar. Se daba cuenta de que desde su interior subía, empuñándolo, la negación de la vida y de los seres humanos, algo que él mismo no podía afirmar. Era un momento insoportable en el que le parecía estar iluminado en todo el interior de su cuerpo hasta la punta de los dedos, y esa luz pasaba por todo su cuerpo.
"No es cierto. Yo no estoy pensando así... Yo nunca niego a los seres humanos... Soy un hombre dócil. Soy sencillo y todavía tengo mucha confianza en los seres humanos". Así él trataba de convencerse a sí mismo. Sin embargo, en él renacía la impresión de ser totalmente diferente al hombre ordinario que había sido en el campo de batalla, y se sentía atacado por un animal que existía adentro de sí mismo enseñando los colmillos. Sentía en su piel las huellas de los colmillos que habían dejado cruelmente sus compañeros en el campo de batalla. Pero al mismo tiempo, pensaba que él también debía haber dejado huellas parecidas a ésas, y al pensar así se estremecía ante el egoísmo que mostraban los hombres amenazados en la guerra.
La figura de Kurako Horikawa hizo que Toshio Kitayama reviviera los recuerdos de la guerra y que levantara la voz rechazando a los seres humanos porque, entre los recuerdos del campo de batalla, había una figura de mujer de semblante doloroso como el de Kurako. Cuando la veía, se le venía claramente a su pensamiento la figura del soldado miserable que caminaba por el campo de batalla con la imagen de una mujer en el corazón.
Hace mucho tiempo, Toshio Kitayama tuvo una novia a quien no podía amar de todo corazón, por mucho que lo intentaba. Ella era, por decirlo así, sustituta de una novia perdida. La mujer a quien él amaba, ya hacia años que lo había abandonado. Su siguiente novia no tenía ninguna cualidad especial que mencionar, y él se consideraba con mala suerte por haber conocido a una mujer como ésta en su adolescencia tan apasionada.
De acuerdo con la tradición que siguen normalmente los jóvenes enamorados, él también idealizó a su anterior novia, atribuyéndole virtudes que en realidad no existían. Pero no podía resistir la oposición de la familia que no quería que se casara con ella; y ella, a su vez, le pidió la separación por inquietarle la incapacidad de él para ganarse la vida. Y aunque la odió, no podía dejar de tenerla en el corazón. En ese momento se apareció la siguiente novia, quien trabajaba en la fábrica de municiones donde él también trabajaba. Ella lo amó mucho.
A diferencia de su novia anterior la siguiente pronto le dio todo. Esta tenía el rostro afilado, el cuello largo y las caderas angostas. Se veía enfermiza, pero era inteligente, por lo cual era una mujer adecuada a la mentalidad de él y de su formación cultural. Él tenía suficientes fuerzas para soportar el dolor del fracaso del amor anterior, pero no podía aguantar la soledad para siempre, tampoco tenía la fuerza de voluntad para dejar de satisfacer su vanidad teniendo cerca a una mujer que lo amara; por lo tanto, no podía rechazar el amor de la segunda mujer.
La segunda mujer le dio toda la confianza y todo lo que tenía. Pero él sintió que era algo que había obtenido tan fácilmente, que no podía imaginar que tuviera tal valor que en su vida posterior no pudiera obtener algo igual de nuevo. Él la trató como sustituta de la novia anterior y la amó de esa manera. Sin duda, la miraba con crueldad. Le acariciaba la piel del pecho pensando que le faltaba un poco de suavidad y sentía que su corazón iba enfriándose. Sus ojos comparaban el pecho de ésta con el de la novia anterior que rebosaba carne opulenta y suave. Le parecía que le faltaba algo, que no le llenaba de satis facción, su corazón se constreñía.
La segunda mujer tenía la frente azulada y angosta; y los pómulos algo salientes. Tenía un rostro más bien moderno; sin embargo, él no le encontraba nada sensual que le atrajera, y esto lo ponía impaciente. Cuando acercaban sus rostros, al ver la manera torpe en que ella se había pintado los labios; él se sentía insultado. Desde luego que no siempre tenía esos fríos sentimientos hacia ella. En la medida en que tenían más experiencias juntos, él empezaba a sentir el peso del amor de ella que se había entregado sin dudarlo. Sentía que ella estaba rodeada por una energía de amor ardiente que iba hacia él; y esto le fastidiaba.
Él se fue a la guerra y un día, cuando todavía estaba en Japón, recibió la noticia de la muerte de su novia. No reconoció el pecado de su amor falso hasta que ella murió; porque, en la vida llena de sufrimientos del recluta, le hicieron entender el gran valor del amor. "No reconocen lo que vale la madre hasta que ingresan al ejército". Estas palabras las decían los soldados y él las entendió en el catre del cuartel; extrañaba a la madre y pensaba en el amor. Consideró la dignidad del amor de un ser humano por otro ser humano. Esto era, de cierto modo, un sentimiento dulce y cómico. Un hombre treintañero, después de pasar la vida dura de soldado que estaba unida firmemente con el entrenamiento y la vejación, llegó a concluir que en la vida no había nada importante y que sólo el amor tenía valor. Esto pensaba en la cama mordiendo un pan dulce, y con los ojos llenos de lágrimas.
Sobando con su mano fría la mejilla hinchada y morada por la patada que le dieron con la bota, se acordó de la mano tierna de su madre y de la palma suave de la novia muerta. Este recuerdo fue mayor cuando entró en batalla, pues mientras estuvo en el campo de entrenamiento en el Japón, entre los reclutas que recibían el mismo sufrimiento, sólo palpitaban la piedad y la compasión por la situación mutua. Cerca del baño oscuro, los reclutas se hablaban con palabras cortas y llenas de aflicción de su situación. Sin embargo, en la primera línea de la guerra, a todas horas atacados por los enemigos y sin alimentos, desaparecían las comunicaciones piadosas de corazón a corazón; naturalmente, no sólo hacia sus superiores o hacia los soldados con más años de experiencia, sino también entre los reclutas.
En la violenta batalla él entendió que el hombre debía proteger su vida sólo con su fuerza; consolarse a sí mismo por su dolor y su pena; y cerrar sus ojos al morir. Como el agua en la cantimplora, cada soldado tiene que guardar su vida en su propio odre corporal. El soldado nunca le da a otro soldado el agua de su cantimplora, ni utiliza su vida para otros. Aunque sea poco, si su fuerza física es inferior a la de sus compañeros, él sucumbirá pronto en la batalla atacado por la muerte. Si en toda la tropa hay hambre y uno le da su comida a otro; significaba la muerte propia. Por causa de un bocado, los compañeros de batalla se miran fijamente.
De repente, al reflexionar en el pasado, durante la batalla cuerpo a cuerpo que exigía la extrema tensión de los nervios, Toshio Kitayama sintió que los que lo amaban de verdad no eran sus amigos íntimos, ni sus compañeros de trabajo ni otros con quienes él había tratado, sino su madre y su novia muerta. Cuando los enemigos dejaron de disparar sin ninguna razón especial y la línea de batalla empezó a cubrirse de silencio sofocante, mirando por el telescopio del cañón 4-1 con el que buscaba un árbol como nuevo blanco en el extenso campo, sintió que desde el pasado de su vida se le acercaban revoloteando sólo aquellas dos figuras que de verdad lo amaban.
Por el telescopio de su cañón, Toshio vio que su novia muerta se acercaba caminando en una forma extraña, tirando hacia afuera su pierna izquierda larga, que nunca pudo corregir a pesar de intentarlo. Sintió que aquella figura se le lanzaba al corazón dolorido. Al acordarse de aquella manera poco elegante de caminar agotado por el calor y el cansancio, sintió sacudido su corazón porque, cuando ella vivía y caminaban juntos, él la despreciaba y pensaba en insultarla por su modo de andar. En plena lucha con el enemigo, él, en su corazón repetía: "perdóname, perdóname". Y guardando en el corazón la figura de aquella novia que nunca se arrepintió de haberle entregado todo, él aguantaba el sufrimiento de la batalla.
Lo mandaron al frente de la guerra con China y al sureste asiático. Para él, un recluta, esa no era la batalla contra los enemigos sino contra los soldados japoneses. Con aquel calor, los caballos sufrían de llagas por la silla de montar, y la piel de la espalda se les fue desprendiendo dolorosamente hasta que no se podían montar aunque les pusieran un cojín debajo de la silla. Los reclutas tuvieron que sustituir a los caballos jalando los cañones. El calor era tan intenso que las tropas no podían avanzar de día sino de noche. A la una de la mañana se despertaban. A la una y media partían. A las once de la mañana acampaban; y entonces, los reclutas tenían que cuidar a los caballos, revisar municiones, reparar cañones y cocinar, por lo cual el tiempo de dormir para ellos era sólo de dos horas al día. Bajo esa situación, el batallón avanzaba con la lentitud de los cañones jalados por los reclutas agotados, y los oficiales que tenían cuatro o cinco años de militares maltrataban a los reclutas sustitutos de caballos. Los reclutas apenas se protegían de los ataques de los oficiales. Los enemigos de los reclutas no eran los soldados del bando contrario que tenían en frente, sino los oficiales con cuatro o cinco años de servicio que estaban a su lado.
Maltratado por los militares de su propio bando, Toshio Kitayama llevaba la imagen de su novia en el corazón mientras que con una soga iba jalando un cañón por la selva, y las aves tropicales cantaban.
"¿En qué estás pensando? ¿No estarás pensando en tu pasada novia?" Le preguntó tristemente la novia muerta, después de que hicieron el amor, y se quedó inmóvil, sin palabras; sabía que Toshio no estaba contento con ella, por eso supuso que él podía estar pensando en su novia anterior. "No pienso en nada". Dijo él rotundamente. Sin embargo, su tono de contestar no era definitivo, más bien mostraba que aceptaba la sospecha de ella.
"Pienses lo que pienses de mí, no tengo más remedio que amarte". Con frecuencia se lo escribía en las cartas. Y dijo: "Llegará un día en que puedas entenderme. Quizá para ese día yo ya estaré muerta..." El sentimiento de ella se encontraba entre las líneas de esas frases comunes; y cuando él pensaba en ella, ese sentimiento se le clavaba en el pecho, y esto le hacía pensar que merecía recibir toda clase de sufrimientos.
"Sufre más". Se decía a sí mismo, y caminaba jalando el cañón bajo los azotes de los oficiales. El cañaveral quemado por los soldados filipinos se extendía hasta la lejana oscuridad. La gran luna roja del trópico iba subiendo más allá del horizonte sobre la playa que estaba medio borrada por la polvareda que habían levantado los soldados. Las caras de los soldados, amarillentas por la enfermedad tropical, y los uniformes contra el calor estaban manchados de sudor y coloreados de rojo por la luz de la luna. La tropa se alargaba y se rompía la formación. Poco a poco se iban acercando al sendero de una montaña que se agrandaba más y más.
"¡Relevo, el segundo y el tercero!" Se oía desde atrás la voz ronca del jefe del pelotón. Subían en fila, sin palabras y jadeando, los reclutas, cada una con una bolsa que contenía la mascarilla antigases. Sus ropas estaban pegadas a sus cuerpos por la mezcla del polvo negro y el sudor que les brotaba incesantemente, como si tuvieran musgo entre la ropa y la piel.
Toshio Kitayama entregó la soga del cañón a su relevo y se separó de la fila junto con otro soldado, llamado Nakagawa, quien era pescador. Pero él ni se había dado cuenta de cuándo le entregó la soga a su relevo ni cómo se separó de la fila. Sentía el calor en la nuca, su vista se nubló y el corazón que le bailaba en el pecho comenzó a golpearle el tórax. Él y Nakagawa se quedaron allí sin moverse hasta que pesadamente llegó la cola de la fila. Empezaron a caminar y tomaron la brida del caballo que sus relevos llevaban; este animal estaba tan demacrado que, grotescamente, se le salía un hueso de la cadera. Sin embargo, ya no tenían fuerzas para avanzar con el caballo. Sus piernas estaban insensibles dentro de las polainas apretadas, pues llevaban unos diez días sin quitárselas. Les parecía que tenían que perder una gran cantidad de sangre para poder dar un paso en la subida.
"¡Qué hacen!" El sargento que sustituía al jefe del pelotón vino hasta la cola de la fila y los azotó en las manos que agarraban la brida. "¡Cómo es posible que se cuelguen del caballo! ¡No entienden que el caballo está fatigado! Hay sustituto de ustedes; pero no hay del caballo. ¡No me hagan regañarlos cada rato con este calor del diablo!".
Levantaron los ojos hacia el sargento sin hablar y soltaron la brida. Empezaron a caminar separados del caballo. Pero sus pies no se movían de su lugar. Por mucho que respiraban, sentían que el aire sucio se les quedaba en los pulmones, y se asfixiaban. Llegaron a creer que el cordón de la bolsa con la mascarilla antigases les apretaba el hombro derecho y les impedía respirar. La montaña transpiraba un calor intenso irradiado por el sol, en el día, pero mantenido a lo largo de la noche, arro pando a los soldados dormidos con sus poros tapados por el sudor y el polvo. La única razón por la cual seguían caminando era porque la imagen de la tropa a la vanguardia arrastraba sus cuerpos.
"Yo ya no puedo caminar más", decía el pescador Nakagawa al otro lado del caballo que iba jalando Toshio Kitayama. Varias veces repitió Nakagawa esas palabras. Su voz penetró fácilmente el corazón fatigado de Toshio, éste se consumió, y perdió la energía necesaria para llevar su cuerpo huesudo.
"Esta vez de verdad, ya no puedo. Digan lo que digan, ya no puedo caminar más". A pesar de todo, Nakagawa siguió caminando una media hora más arrastrado por el caballo.
La tropa se acercaba al monte Samat y tenía que apresurarse; si no, era inevitable recibir los golpes mortales de los enemigos que estaban del lado derecho, provistos con bastante munición. Por lo tanto, la tropa siguió avanzando sin recibir órdenes de descansar.
"Ya voy a dejar... Ya voy a dejar..." Estas palabras del soldado Nakagawa le hacían entender a Toshio Kitayama que a su compañero se le había acabado toda la fuerza física. Las últimas sílabas de aquella frase se iban debilitando más y más hasta que el pescador perdió el tono con el que le pensaba hablar a Toshio. Aquella frase sonaba con la tristeza con que alguien se habla a sí mismo; o parecía la reflexión del último momento de existir, cuando se mira pasar toda la vida. Las palabras de aquella frase llegaron al fondo del corazón de Toshio Kitayama. Sin embargo, Toshio no tenía fuerzas para ayudar a su compañero, ni para darle palmadas en el hombro y animarlo; al contrario, pensó que de hacer aquello él sería quien ahora perdería la fuerza para sostenerse y moriría. Por consiguiente, Toshio evitó conmoverse ante la voz del soldado Nakagawa y siguió caminando callado.
"¡Dejare!". El soldado Nakagawa soltó la brida del caballo y dobló las piernas hasta quedarse inmóvil. En este camino quedó enterrada su vida, él quedó cubierto de polvo. Su cabeza tuvo un último rictus sobre la arena, y ahí quedó él como mostrando que al fin se había liberado su cuerpo que había sido arrastrado con la soga que se usa para los esclavos. En la subida al Monte Samat terminó la vida del soldado Nakagawa, a quien frecuentemente golpeaban por su torpeza y mala memoria. Toshio Kitayama dejó morir a su compañero de batalla sólo por salvar su vida. Cuando Toshio regresó de la guerra su madre ya no estaba en este mundo.
En uno de los primeros días de la primavera, Toshio Kitayama salió de la oficina con la compañera Yoshio Yugami. En la entrada del elevador se amontonaba la gente que salía del trabajo; pero había más gente cerca del departamento de ventas especiales de una empresa que estaba al lado de la tabaquería, donde se encontraba un montón de artículos de uso diario en una mesa sin mantel. Toshio y Yoshiko avanzaron abriéndose paso entre esa multitud, y cuando estaban cerca de la salida, Yoshiko, sin preocuparse de la presencia de los demás, gritó: "¡Señora Horikawa!" En ese momento volteó el rostro de una mujer entre la multitud que se encontraba al lado izquierdo del quiosco de periódicos. Aquel rostro era el de Kurako Horikawa, una cara que encerraba penas. Aquella cara, teniendo atrás el brillo del aire exterior al edificio, sonrió débilmente entre la multitud.
"¿Ya se va? Vamos a regresar juntas". Yoshiko Yugami le dijo a Kurako Horikawa que venía acercándose, y le presentó a Toshio Kitayama.
Los tres caminaron juntos hacia la estación de Tokio, entre la gente que tenía prisa por regresar a su casa. Aunque Yoshiko Yugami, que caminaba en medio de los otros dos, había perdido a su esposo en la guerra y se había quedado con un niño que mantener, era la que se veía más alegre y parecía llevar una vida con pasos tan firmes como los que ahora daba al caminar. El cabello que colgaba medio enredado sobre su saco azul ma rino, adornaba su espalda ancha.
Toshio Kitayama, que estaba a la izquierda, tenía unos treinta y cinco años, pero se veía más viejo de lo que era. En sus ademanes se notaba la indiferencia y las huellas del cansancio que tienen los vagabundos; y que ahora empezaban a mostrar los que estuvieron en la guerra. A pesar de esto, Toshio tenía una fuerza interior que le había permitido superar las penas de la vida militar y las batallas. Y ahora caminaba arrastrando sus largas piernas como un soldado.
Kurako Horikawa, que caminaba al lado derecho, llevaba un traje primaveral de tono algo alegre, con rayas celestes, y en la plaza de la estación, donde todavía quedaba la luz del atardecer, ese traje encajaba suavemente en su contorno. Kurako estaba algo encerrada en sí misma, aunque a su lado estuviera el corazón abierto de Yoshiko Yugami; además, no se detenía en pormenores y hablaba poco, caminando cabizbaja, con pasos cortos.
Cuando llegaron a la fila en la ventanilla de boletos, Yoshiko Yugami, sin la intención exacta de mostrarlo, desenvolvió un paquete que había venido cargando en su mano derecha. "¿Qué es?" Le preguntaron. "Es algo que voy a vender. Es una piel. Piel de oso". Yoshiko Yugami sacó una garra de oso con uñas negras y la mostró a Toshio y a Kurako. Movió esa pequeña garra dos o tres veces. Ella parecía una niña traviesa, y empezó a reír. Contagiada, Kurako Horikawa también se rió.
"¿Es piel?" Toshio Kitayama se sintió lleno de compasión por el hecho de que esa piel chistosa mantendría la vida de Yoshio Yugami, y ésta dijo: "Sí. Dicen que vale unos cuatro mil yens. Como es un poco chica, baja bastante su valor. Me han insistido tanto en que la venda que por fin me decidí a hacerlo. Ya se me acabó todo lo que podía vender". Kurako dijo: "Yo también vivo vendiendo mis cosas", luego volteó y sonrió más con Toshio. Yoshiko Yugami agregó: "¡Ay, estamos en las mismas condiciones! ¡Ya no podemos más!" Y Toshio comentó: "Pero no están tan mal, puesto que tienen algo que vender" dicho esto en un tono frío, puesto que se sintió confundido cuando quedaron al descubierto aquellos detalles de la vida de estas dos mujeres. Y, más bien, no había expresado las palabras adecuadas. "Pero esta situación no puede durar un año, ¿verdad?". Dijo Yoshiko dirigiéndose a Kurako y como buscando su aprobación, a lo que ésta, afirmando con la cabeza, respondió: "Yo también me siento muy desamparada". Y en su cara, un poco seria, apareció la sombra de la preocupación por la vida.
El tren estaba repleto. Los tres quedaron separados y distantes, de pie y apretujados por la demás gente. Toshio Kitayama, apretado por los cuerpos que lo rodeaban, iba pensando que lo mismo que amenazaba la vida de las dos mujeres, era lo que le hacía sombrío su futuro. La compañía de su conocido, donde él trabajaba, fabricaba utensilios metálicos como trastos y hasta triciclos para los niños, pero la materia prima se estaba agotando y era difícil mantener la compañía. Por otro lado, aunque él había trabajado en la fábrica de municiones, los seis años de vida militar le habían quitado la habilidad práctica.
Kurako Horikawa bajó del tren en Yotsuya. Ahí bajó mucha gente y el tren quedó con más espacio. Toshio Kitayama y Yoshiko Yugami se acercaron a la puerta central del tren. "Es bonita, ¿verdad?" dijo Yoshiko. "Sí", respondió Toshio con una voz pensativa. "¿No lo piensas así?" inquirió Yoshiko. "Sí, sí. Es bonita. Es bonita, de veras", dijo él precipitadamente; pero no podía encontrar las palabras adecuadas para expresar aquella sensación dolorosa que percibía de Kurako Horikawa, que no consistía en que fuera o no bonita sino en algo que le oprimía extrañamente el corazón, algo que lo sacudía apretándolo. "La verdad es que me habría gustado conocerla cuando era joven. Ya no me llama la atención el hombre guapo, pero sí la mujer bonita". Dijo Yoshiko. "¿Ah, sí?", repuso Toshio. Yoshiko prosiguió: "Además, ella es igual a mí". Toshio, medio sorprendido: "¿Igual?" Responde Yoshiko: "Sí. Su esposo murió en la guerra". "¿Ah, sí?" volvió a decir él como sin darle importancia, pero ya no estaba siguiendo la conversación, y sintió que se le aparecía Kurako Horikawa resplandeciendo, y su cara, con la fuerza de su belleza, iba directa al corazón de Toshio. En ese momento, por primera vez entendió claramente el origen de lo doloroso que encontraba en su cara.
Yoshiko le contó que Kurako se había casado por amor, y que al tercer año de matrimonio perdió a su esposo en la guerra. Los dos se habían querido y llevado una vida sumamente feliz que la guerra destruyó. Últimamente le aconsejaban que se casara por segunda vez, pero ella se sentía indecisa.
Toshio se despidió de Yoshiko en Shinjuku, y caminó por las callejuelas frente a la estación. Se había quemado el transformador que surtía de electricidad a la casa de huéspedes donde él estaba, y no había luz. Al recordar esto, Toshio pensó que dentro de su cuarto estaría impaciente por la oscuridad y decidió entrar a un restaurante pequeño, donde pidió café y croquetas que acompañó con el arroz que había cocido en el calentador de la oficina. Pidió otra taza de café y prendió un cigarrillo.
Toshio pensó en las dos viudas, éstas, con penas ocasionadas por la guerra, eran las personas más íntimas para él. Se acordó de la garra de oso con uñas negras; medio sonrió y le dolió mucho el corazón. La sonrisa desapareció sin extenderse en su cara. Pensó en el rostro de Kurako Horikawa, pensó que su esposo debió haberla adorado; por su parte, ella también debió corresponderle con la misma cantidad de amor. Pero, ahora que había perdido al que amaba, ¿con cuál apoyo podría vivir? Ahora que había perdido su objetivo, ¿hacia dónde iría su amor? Como la última luz del sol poniente, más brillante que la del pleno día, ¿intentaría desaparecer quemando el aire del cielo? Ese amor perdido debió de haberle provocado aquel torcimiento de la cara; además, aquella belleza que a veces emitía su cara, y que tenía algo de desajuste, debió de venir del fuego solitario de aquel amor.
Toshio Kitayama salió del restaurante y volvió a la aglo meración de gente frente a los puestos de comida cercanos a la estación. Todo alrededor estaba compenetrado con el olor del aceite barato para freír. Las luces pálidas de las lámparas iluminaban las caras de las personas a quienes se les veía mover sus bocas. De pronto, Toshio detuvo su mirada frente a un muchacho que tenía el plato a la altura de la boca, sentado en la banca del puesto de estofado. Vio la cara flaca con la boca cerrada de ese muchacho con uniforme militar de algodón. "Tiene mucha hambre. Debe ser jornalero", pensó Toshio. Luego le vino a la mente aquel anuncio para el reclutamiento, pegado en el poste de un pueblo, donde se prometía salario y alojamiento. ¿Cómo viviría este muchacho? Quizás se gana el sustento vendiendo sus cosas personales, pero tal vez ni siquiera tiene qué vender. Además, con ese cuerpo no podrá ganar suficiente. Pero yo ¿qué remedio tengo para esto?". Toshio se fijó en aquella boca que se movía vorazmente. Era una boca de labios gruesos que brillaba roja y mojada sobre el plato.
Sorpresivamente, Toshio vio que la boca de aquel hombre se convertía en el hocico del puerco que mataron a golpes en una batalla. Luego, desde algún sitio recóndito de su cuerpo le venía subiendo una sensación insoportable, acompañada de calor ardiente. "¡Dios mío, qué desagradable!" Negando su propio sentimiento, aceleró los pasos. "¡Es un puerco! ¡Es un puerco!" gritó la masa de calor que venía brotando desde lo profundo de su cuerpo. En su mente aquel hocico de puerco seguía moviéndose pegajosamente... "¡Canalla Matsuzawa! Aquel oficial que me quitó el agua de mi cantimplora, en Bahía de Liengan... Con mi apego al alimento... ¡Ay, Dios mío! En su memoria aquel hocico mojado del puerco seguía moviéndose pegajosamente. "La boca de aquel muchacho es la del puerco; y la mía también es la del puerco... Se movía pegajosamente... ¡Ay, Dios!".
Toshio se quedó paralizado por un instante. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Después el hocico del puerco desapareció de su mente y empezó a ver, con los ojos cerrados, una llama negra en la oscuridad. Luego abrió los ojos lentamente y siguió caminando. Ya había desaparecido, como marea descendiente, aquella sensación de calor que brotó del interior de su cuerpo. Caminó viendo alrededor de su corazón, donde había brotado aquella desagradable e insoportable sensación; y aunque ésta desapareció, le quedaron todavía unas manchas sentimentales como llamas negras o algo parecido.
"Este es un sentimiento que niega a la humanidad, aunque también es cierto que sólo es momentáneo. Yo, al igual que en otros tiempos, afirmo al ser humano. Tomo alimentos, camino, respiro. Se decía Toshio. Siguió caminando y pensó: "No obstante, esos hombres que comen y caminan no conocen el amor; si los pusieran en la guerra, al igual que yo, no tendrían más remedio que protegerse a sí mismos. Se mirarían con odio disputándose el alimento. Dejarían morir a sus compañeros de batalla". Y pensó en su madre; le dijeron que había muerto en un bombardeo. Dicen que el amor de madre es ciego. Pero ¿quién, aparte de una madre, podría amar a otro ser humano? Si en el campo de batalla hay alguien que comparte su comida con otro, esa persona no podría ser más la que la madre con el hijo. Aunque aun de la madre se puede dudar.
La imagen de su madre fue cambiando por la de la novia que lo amó... Pensó en la novia muerta. Pensó que ella no existía. Y para él sólo el amor de ella era necesario. "Para que yo entendiera el valor del amor de ella, ¿era necesaria una guerra como ésta que le arrancó la vida a millones de personas?. Abriéndose paso entre el gentío llegó al último de los puestos aglomerados, luego regresó al camino en que venía. Cuando se enfrió su cuerpo, tomó el camino hacia la oscura casa de huéspedes.
De vez en cuando, Toshio Kitayama, Yoshiko Yugami y Kurako Horikawa, al salir del trabajo se quedaban en algún lugar para tomar café; y había ocasiones en que sólo iban él y Kurako. Desde luego que él no se consideraba enamorado de ella; pero sí le atraía su belleza, aunque no el corazón. La figura de Kurako le hacía recordar vívidamente su pasado y sufría al verla. aunque este sufrimiento le era necesario. Si alguien le indicaba que en su sentimiento estaba mezclado el amor, podría ser que lo aceptara, pero él no la buscaba por eso. Además, él sabía muy bien que el corazón de ella estaba absolutamente puesto en su esposo muerto.
''Dicen que usted ha sido muy feliz, ¿verdad?". Un día le preguntó él. "Sí, he sido verdaderamente feliz". Le contestó, y con un tono claro añadió: "Y puedo asegurar que hice muy feliz a mi esposo. En este sentido, aunque él murió, no tengo nada que lamentar. Hice todo lo que podía hacer por él. Por supuesto que, mientras tanto, yo también fui sumamente feliz". Y Toshio dijo: "En este mundo todavía existen personas como usted, ¿verdad?" Ella siguió: "Era un hombre muy infeliz. Era un hombre que había sufrido mucho por la familia. Pero, en los tres años que vivió conmigo, estoy segura de que fue feliz de verdad".
Toshio preguntó: "¿Fue su esposo a la guerra?" "Sí". "¿Era oficial?" "No. Fue soldado raso". "Y, ¿fue al sureste asiático?" "Así es. Fue al sur. Murió de enfermedad en la batalla". "Habrá sido muy dolorosa la separación para usted". Kurako Horikawa se puso un poco tímida y luego contestó con un tono decidido: "Sí. Decía él que emprendía un viaje pagado por el gobierno, pero yo entendía muy bien su corazón". "Lo veo". "Después de que murió mi esposo, hay quienes frecuentemente, me dicen que sienten compasión por mí, pero yo más bien siento mucha compasión por mi esposo. Nadie piensa en la gente muerta de esa manera, pero yo no puedo pensar más que así. .. En fin, cuando se muere, todo se acaba, ¿verdad?.. . Se acaba". ". . .Bueno, sí". "Si mi esposo hubiera escogido ese camino, estaría satisfecho". "Alrededor de mí, no hay más que tales personas, ¿ verdad?" "¿Habla de la señora Yugami?" "Sí". "De veras creo que ella hace buenos esfuerzos". Luego él le contó del amor pasado de Yoshiko Yugami, quien le abrió el corazón y le contó su vida. Kurako dijo: "Yo me había imaginado que usted también había pasado desgracias". Los dos salieron de la cafetería. Luego ella se separó y se fue sola diciendo que tenía que hacer algunas compras.
Por un rato él se quedó allí parado, despidiéndola. En la plaza de la estación la gente iba y venía con prisa, y entre esa gente, de espaldas, aparecía y desaparecía la figura de Kurako. "Pero, ¿qué le dará apoyo para seguir viviendo, si ya no existen las manos que acariciaban aquella cara ardientemente?" Viendo la figura de ella, siguió pensando: "¿Por qué tenía que ser tan bonita esa cara para su desgracia?". Sin darse cuenta de que su duda era extraña, se quedó mirando hacia donde ella caminaba. De repente, no sabía claramente si era desde lo profundo de su corazón o de la figura de ella, pero sintió que un humor melancólico se derramaba y llenaba toda la plaza. Le parecía que eso penetraba con suavidad en los corazones de la gente que vivió esta guerra desgraciada; y se unía con el tono suave del atardecer, que caía desde el cielo agrandado, para destruir los edificios altos.
Un día recibió la visita de un amigo, Saburo Kataoka, con quien había regresado de la línea de batalla en el sureste asiático. Este era un egresado de la universidad cuando, como recluta, lo enviaron de Japón para suplir la última vacante de la tropa a que pertenecía. Cuando llegó estaba bastante gordo, pero en menos de un mes, es un instante, adelgazó por el calor intenso; y Toshio Kitayama lo cuidó mucho porque estaba débil. Él no tenía la conciencia falsa que suele encontrarse con frecuencia entre los soldados intelectuales, la de que cuando se enfrentaban con las sanciones privadas o vejaciones de los superiores, con facilidad perdían la dignidad y pretendían sobornar con dinero o cosas. Después de regresar de la guerra, él también, gracias a la ayuda de un compañero suyo de la universidad, trabajaba en una compañía chica que estaba cerca de Hamamatsucho, pero de vez en cuando visitaba a Toshio Kitayama para contarle las penas que tenía en el corazón.
Por fin te encontré. No sabes cuántas veces te he venido a buscar durante días. Llegaba hasta la esquina de la frutería y al encontrar tu cuarto sin luz me decepcionaba mucho. Imagina mi triste figura que regresa arrastrando los pies". Dijo Saburo Kataoka, como siempre, con la espalda apoyada en la pared. "¡Qué va! Con tu cuerpo gordo, aunque sea primavera, no hay quien llore por ti", le dijo Toshio. Y él respondió: "¿No comprendes mis sentimientos al buscarte más de mil veces para hablarte de las profundidades de mi corazón?" Toshio inquirió: "¿No se trata del sentimiento de no tener dinero, como el de Daisetsu Suzuki ?". "Así es. Estos días estoy totalmente sin dinero y sin sentimientos".
Saburo retomó la plática diciendo: "Todas las noches llegas tarde a casa, por lo que veo, ¿estás enamorado?" Toshio Kitayama titubeó: "¡Qué va! ¿Enamorado? ¿Acaso hay alguna mujer en Japón que pueda enamorarse?" Saburo respondió: "No importa si existe o no tal mujer. Después de todo, el hombre ama a la mujer. Aunque perdimos la guerra, ¡el hombre necesita de la mujer, y a su vez la mujer necesita del hombre!". Toshio comentó mordazmente: "Entonces vas a enamorarte con tu cuerpo de buen talle, ¿no?" Saburo Kataoka agregó: "Así es. Además, cuando me enamore, adelgazaré al fin".
Los dos empezaron a tostar camote para comer. Saburo dijo de pronto: "Cada vez me cuesta más ganarme la vida. Por eso me decidí a desempeñar un trabajo extra". Toshio sorprendido: "¿Ah, sí?" Saburo le preguntó: "¿No querrías tú también tener un trabajo extra?" Toshio: "¿De qué se trata? ¿De traducir?" Saburo: "Bueno, pues se trata de vender medicamentos, pero es un trabajo que puede hacerse en los ratos libres. Tú también estás dando gritos de auxilio, ¿no?" Toshio respondió: "Sí, es cierto, estoy llegando a un callejón sin salida. Pero para mí es difícil ser vendedor". "Probablemente". Se callaron los dos.
Poco después Saburo Kataoka dijo: "El otro día, al regresar a mi casa encontré a Yamanaka. Y por lo que veo, a todos los amigos de nuestro grupo les va mal". Yamanaka era otro de los compañeros de batalla con quien habían regresado de la guerra. Toshio preguntó: "¿Cómo está él ?" Saburo: "¿Qué cómo está? ¡Está vendiendo chocolates! El famoso chocolate en tablilla. Se surte de chocolates y luego los vende en la provincia". Toshio: "¿Ah, sí? ¿Eso hace aquel Yamanaka?" Saburo respondió: "Así es. Pero, aunque vende chocolates, no lo podemos menospreciar. A ese Yamanaka le va mucho mejor que a nosotros. Compra un chocolate por siete yens y cincuenta sens, y lo vende a las tiendas por ocho yens cincuenta sens. Dice que al mes puede ganar tres mil quinientos yens".
Al rato dijo Saburo: "¿Sabes a dónde fue Yamanaka el primer día que salió a vender chocolates? Pues se dirigió a Atami, donde abundaba el nuevo yen. Pero no le atinó, y no vendió ni una tablilla. Me contó que, cuando subía la pendiente frente a la estación llevando su bulto a la espalda, se acordó del último momento de Yoshinaka Hiso". "¿Yosinaka?" "Sí. ¿Te acuerdas de la escena en que Yoshinaka es dañado en los últimos momentos de su vida y se queja a su vasallo de que le afecta el metal de la armadura, el que antes no le había afectado? Yamanaka dice que le parecía como si cada uno de los chocolates que cargaba en la espalda fuera de acero. Si así fuera, al morderlo se rompería los dientes. Con razón no vendía nada". Toshio: "¿Será así?" Saburo, enfadado: "¿Por qué no te ríes? ¿Mi sentido del humor no funciona?"
Toshio comentó: "A nosotros y a nuestros amigos, a todos nos ha ido mal. Cuando regresamos de la guerra encontramos quemadas nuestras casas. No tenemos qué vestirnos. Además, ahora me están corriendo de la casa de huéspedes. Las plazas de trabajo están llenas de gente. Con esto, ¿qué podemos hacer?... El otro día, en pleno invierno de febrero, racionaron los mosquiteros; pero, ¿quién tendría dinero para comprarlos?... Además, quienes los compran luego los venden en el mercado negro. Los traficantes andan buscando artículos racionados para damnificados de guerra y luego los venden.. . Oye, ¿qué piensas de que ayer racionaron las fundas para almohadas y los zapatos para niños...? Saburo respondió: "Es por eso que yo también decidí enamorarme un poco". Toshio dijo: "Pero es que tú no puedes enamorarte". "Es probable... Puede ser que yo siempre sea gordo": Toshio: "¿Qué comes, eh?" Saburo: "Como croquetas de papas en los puestos". Toshio: "¿Croquetas? A mí también me gustan, pero no me engordan". Saburo: "Pues, ha de ser porque estás enamorado". Los dos se rieron.
Toshio Kitayama pensó que no estaba enamorado. Pero le hacía falta Kurako Horikawa. Él no sabía que un dolor como el suyo bullía en el corazón de otra persona hasta que estuvo con ella. Viendo la cara de Kurako, él se dio cuenta de que se le habían olvidado todos los sufrimientos pasados en el campo de batalla, y que empezaba a tomar una forma muy ambigua de vivir. Cuando regresó a Japón, se impresionó ver las ruinas, pero poco a poco esa impresión empezó a debilitarse hasta que llegó a no sentir nada extraño al ver los edificios quemados, los puestos formados largamente a los dos lados de las calles, y a la gente que hormigueaba por aquí y por allá. Pero él sentía que la cara dolorosa de Kurako le quitaba esa nube del corazón.
Los dos iban con frecuencia a Ginza, cuando salían del trabajo. Ella le comentó que vivía en la casa de sus padres, pero que allí también estaban unos parientes, y que eso era incómodo. Cuando ya pasaban de las ocho, Kurako decía que tenía que regresar a casa. Él no trató de detenerla. Deseaba empezar a dar un nuevo paso en la vida. Sin embargo, no sabía cómo empezar. El dar un paso nuevo significaba destruir su pasado que pesaba mucho sobre él. Pero no encontraba el remedio.
Un día él le preguntó a Kurako: "¿Puede vivir?" Ella respondió que sí. Toshio formuló otra pregunta: "¿Está bien? Kurako: "Sí. Estoy bien"; Al rato él dijo: "Es que después de todo, usted ha vivido más honestamente que yo". Kurako: "¿Será?" Toshio continuó: "Es difícil que un ser humano haga feliz a otro. Todavía no he conocido a nadie que haya podido hacerlo. Por supuesto que yo no he podido. Pero usted pudo ha cerlo, y este hecho la sostiene, tal vez".
Era el atardecer. Sobre las calles estaba abierto el cielo, primaveral y cristalino, con tono amarillo. Los dos estaban sentados a la mesa junto a la ventana en el primer piso de una cafetería, y se entusiasmaban con aquella conversación. Él le contó que cuando estudiaba en la universidad cambió de la facultad de derecho a la de bellas artes, no haciendo caso de los deseos de su madre, y que a pesar de que la madre se sintió preocupada por la poca esperanza de encontrar buen empleo después de terminar esa carrera, le dio permiso con buena gana. Su madre sacrificó toda la vida por él. "De verdad, hubiera querido ver a mi madre otra vez", dijo él. Kurako Horikawa se quedó callada. Él entendió que sus palabras le recordaron a su esposo.
Por supuesto, yo no pienso que los seis años de vida militar arruinaran mi vida y que no pudiera salir de allí... Pronto encontraré algo, seguramente... En mí también brotará algo como una fuerza. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa. Afortunadamente, la vida militar entrenó mi cuerpo".
Él le contó un poco de las experiencias en la guerra. Le dijo que lo que le ayudó a soportar los dolores de la batalla no habían sido sus estudios académicos sino el dolor que tenía en su corazón. Ella dijo: "Cuando lo veo, me dan ganas de ayudarlo de alguna manera. . . a toda costa. Pero sé claramente que no tengo ningún remedio para esto. De verdad, no tengo remedio". Habló entrecortadamente como si contuviera la respiración. El no pudo contestarle. Durante un largo momento los dos se quedaron viendo uno al otro sin hablar.
Un día, cuando Toshio Kitayama subía las escaleras del segundo piso, la encontró agachada en medio de la escalera.
¿Qué le pasa?" Ella respondió: "Me tropecé". Al voltear la cara y reconocerlo, agregó: "Estuve pensando un poco". Él vio que algo triste pasó velozmente por su cara. Al salir del trabajo los dos se encontraron y fueron hacia Gofukubashi sin objeto especial. Él la vio más deprimida que antes, y sintió que el corazón de ella no estaba en él sino caído en algún lugar profundo de su cuerpo. Era una tarde con viento. El polvo blanco se arremolinaba en la calle y las tablas del puente rechinaban. Los dos caminaban hacia Nihonbashi a o largo del río.
"¿Ya se le curó el pie?", preguntó él después de un rato. "¿El pie?", ella volteó la cara cubierta por un poco dé cabello. Él siguió: "Sí, cuando tropezó en la escalera estuvo cojeando un poco". Ella dijo: "Sí. Totalmente. Esos días me sentí muy deprimida. También estuve pensando en varias cosas y estaba distraída. Nunca me había pasado eso antes. No sé qué me está pasando, pero últimamente me siento muy inquieta". Toshio, sorprendido: "¿Si? ¿Usted?" Kurako: "Parece raro, ¿verdad?".
Los dos caminaban hacia Ginza evitando a la multitud del parque. "Siempre me invita usted, por eso hoy quisiera invitarlo". Toshio interpeló: "Pero si tan sólo le he invitado café". Ella dijo: "Pero me da pena. Hoy tengo un poco de dinero". Cenaron ligeramente, y para tomar buen café fueron a otro lugar. Los dos sentían que tenían algo que contarse uno al otro, y que lo deberían hacer, pero se quedaron callados.
"Señor Kitayama—dijo ella evitando la mirada de él, que estaba dirigida a su cara, como siempre el otro día me dijo que pensaba en buscar algo, ¿ya lo ha encontrado?" "No, no es tan fácil. Pero empecé a estudiar de nuevo. Me entraron ganas de estudiar y seguir trabajando. Algún día un hombre como yo podrá llegar a ser bueno. Quiero ser un buen hombre y luego morir. Ese es mi deseo ahora. . . Ya que he sobrevivido a aquella guerra, si no puedo lograrlo, hubiera sido mejor haber muerto".
Kurako dijo: "Creo que pronto vendrá el buen tiempo". Toshio: "¿Para quién o quiénes? ¿Para los japoneses?" Ella repuso: "No. Más bien... desde hace días pienso que tengo que encontrarle una buena pareja, señor Kitayama". Toshio Kitayama se quedó callado pensando en el significado de aquellas palabras. "Gracias—dijo él con indiferencia—, ¿pero qué tal para usted?" "¿Yo?" Kurako Horikawa movió su cara levemente hacia atrás. "Me han dicho que va a casarse por segunda vez". Dijo Toshio Kitayama manteniendo la indiferencia "¿De veras le han dicho?", dijo Kurako como si estuviera presionada por las palabras indiferentes de él. "Sí, me lo han dicho". "Pero—dijo Kurako entre dientes—, pero no me dan ganas en absoluto. "Señor Kitayama, ¿Piensa usted que sería mejor que me casara ?" "Sí, por supuesto que sería mejor". "¿Ah, sí?".
Los dos, con sus corazones separados, se quedaron sentados en el fondo de la cafetería sin dirigirse la palabra. Cuando llegaron a la estación de Yurakucho ya era bastante tarde. Pasaba de las ocho. En el andén de la estación se aglomeraban muchas mujeres muy maquilladas, quienes salían de sus trabajos en el cabaret. Debajo de la luz oscura de la lámpara, se escuchaban las risas alegres. Separados de las mujeres, los dos estaban de pie en un extremo del andén, viendo las calles oscuras y la noche que se extendía allá abajo. Pasaron muchos trenes de rutas periféricas, pero parecía que nunca llegaba el tren de ruta interior que ellos esperaban.
"¿Hasta dónde puede llegar la vida de una persona así como ella? Me contó que se ganaba el sustento vendiendo sus cosas, pero cuando se le acaben, ¿qué hará?" Esto pensaba Toshio Kitayama sobre Kurako Horikawa, quien estaba junto a él sin moverse y fijaba la mirada en las luces opacas de las calles nocturnas. "¿Pero qué haré yo? ¿Qué es lo que realmente estoy buscando? ¿Será que busco el amor de ella? Seria la unión de una mujer que perdió a su querido esposo en la guerra con un hombre a quien la guerra le había hecho reconocer el valioso amor de la novia muerta... Sería como una novela". Pensó él.
De repente, Toshio sintió que se movía una vida pequeña junto a él. Al interior del cuerpo de Kurako Horikawa, que tenia dos piernas delgadas bajo la falda corta, sintió la existencia de una vida lastimosa que llevaba consigo dolores a donde quiera que fuera. Sintió los dolores que, como fieras, estaban escondidos sin moverse en el fondo de esa vida. "No, creo que no la estoy buscando a ella. Y yo no soy lo que ella busca. Ella dijo que no tenía remedio para mis dolores, pero yo tampoco puedo hacer nada, por los de ella... y si veo esta realidad en que no puedo hacer nada por la vida de esta pobre mujer, que está tan cerca de mí, no tengo más remedio que pensar que mi vida es sólo mía... y la de ella es sólo de ella".
Llegó otro tren de ruta periférica. De repente, Kurako enderezó el tórax y, caminando, dijo: "Vamos a tomar este tren". Toshio la siguió preguntando: "¿Por qué?" Y Kurako respondió: "Subamos. Este nos lleva a donde vamos". Ella se volvió a mirarlo, y sin ponerle atención, subió al tren. Él sintió que en la cara de ella se reflejaba algo como una tentación jovial, y la siguió. Pero ya en el tren, los dos hablaron muy poco. Toshio preguntó: "¿Qué le pasa? ¿Por qué subió a este tren?" Ella dijo: " No tengo ninguna razón especial. Ya no podía esperar más". Y se cortó la conversación. Entre los dos se notaba un ambiente un tanto agobiante. Toshio Kitayama sintió que la figura de ella tenía un aura de tentación. Ella estaba al lado izquierdo de él deteniéndose del pasamanos Toshio preguntó: "¿Su casa está lejos de la estación?" Y ella, sin voltear a verlo, respondió afirmativamente. Él siguió preguntando: "¿Como a cuántos minutos?" Kurako respondió: "Llego como en quince minutos". Toshio comentó: "Entonces es peligroso, ¿verdad?" Ella afirmó con un movimiento de cabeza y dijo: "El otro día asaltaron a una vecina, pero afortunadamente sólo le robaron una sombrilla". Toshio aprovechó para preguntarle: "¿La acompaño?" Ella no respondió, pero él notó en su cara un suave movimiento que con aire triste parecía decir que no. Otra vez, separados sus corazones, estaban de pie uno frente al otro.
Pasaron por Meguro, por Shibuya, y llegaron a Shinjuku. Toshio estaba indeciso en acompañar a Kurako hasta su casa. Caminaron por el pasillo del vagón hasta la puerta central y él le volvió a preguntar: "¿La acompaño?" Pero ella se quedó callada como antes.
Había ya poca gente en el tren, pero los dos estaban frente a frente cerca de la entrada. Él veía que el viento entraba por la ventana y movía el cabello de ella, que le colgaba hasta el cuello. Estaba viendo que un cuerpo pequeño y algo inclinado hacia la izquierda dejaba frente a él una existencia vaga. Él presentía que ella no sobreviviría a esta época de derrota por la guerra. "Dentro de poco tiempo no podré ni comer... Parece que desde este mes aumenta un poco el salario, pero de todos modos todo el sueldo es para el alimento... Tal vez sea lo mismo en la compañía de ella..." Luego imaginó que el cuerpo de ella, que tenía enfrente, poco a poco perdía su volumen y el vigor de la vida, hasta esparcirse por todos lados como polvo.
Ya no tenía palabras que decirle. Sentía que cualquier palabra que saliera de su boca no llegaría al fondo del corazón de ella. "En el interior de esta persona, ciertamente, hay grandes dolores. Esos dolores están abrumando y aplastando a esta pequeña mujer. Sin embargo, yo no puedo tocar sus dolores. No sé nada de ella. Sólo conozco mis dolores y los trato con cuidado... Sólo esos..."
Toshio Kitayama vio que Kurako Horikawa levantó la cabeza para verlo. Cuando el vagón pasó por una zona oscura, el rostro blanco de ella se veía flotando frente al de él. Fijó su mirada directamente en ella. . . y pensó que más allá de esta cara, ciertamente, existía el dolor que la guerra le provocó. Él quería penetrar al interior de esos dolores de ella, costara lo que costara. Si aún existía algo de verdad o sinceridad en una persona como él, querría tocar los dolores de ella... Así, si las dos almas pueden intercambiar sus dolores, si las dos personas pueden mostrarse sus secretos de existir en la vida, si un hombre y una mujer pueden exponer sus verdades..., entonces la vida tendrá un nuevo sentido... pero a él le parecía que eso era imposible.
El tren se acercaba a Yotsuya, donde ella tenía que bajar. Pero él seguía viendo fijamente su cara blanca. De repente, reconoció algo como una pequeña mancha al borde de su cara blanca. Su corazón empezó a desconcertarse, sin razón especial, por aquella mancha. Era una mancha tan pequeña que era difícil asegurar si existía o no. Podría ser una mancha de humo o polvo, o un lunar transparentado detrás de los polvos del maquillaje. De todos modos, esa manchita le sacudió suavemente el corazón. Llevado por la tentación de confirmar claramente si existía esa manchita arriba del ojo izquierdo, reunió toda su atenci6n allí. Miró con detenimiento. De pronto se sintió desconcertado, no por lo que veía sino porque descubrió que en lo recóndito de su corazón había algo parecido a esa mancha. Por consiguiente, ahora conocía el significado de esa mancha. Empezó a ubicar el sitio de la mancha en su corazón y entonces sintió que esa mancha crecía repentinamente, que se estaba inflando. Crecía gradualmente y luego venía acercándose a sus ojos. Se le acercaba a sus ojos desde el interior de los ojos. Se le acercaba más y más "¡Ay, Dios!", gritó en el corazón. Observó que en la cara blanca de Kurako esa mancha también empezaba a crecer. Aparecía una cosa grande, redonda y roja en su cara.
Venía subiendo una luna grande y roja en el sureste de Asia. Aparecían las caras amarillentas de los soldados enfermos de malaria. Luego aparecía una columna de soldados que se perdía a lo lejos.
Se oyó un fuerte ruido del tren y Toshio Kitayama se sintió sacudido. Luego, del interior de ese ruido se oyó la voz del pescador Nakagawa metido a soldado, que decía: "Ya no puedo caminar. Voy a dejar. Voy a dejar". Esa voz y el ruido del tren venían juntos desde el fondo del cuerpo de Toshio Kitayama. Desde el fondo de su cuerpo manaba algo caliente que hervía. "Voy a dejar. Voy a dejar". Sintió que el cuerpo del soldado Nakagawa iba alejándose de él y que avanzaba hacia la muerte. Luego sintió que era él quien empujaba al soldado Nakagawa hacia la muerte.
El tren, haciendo más ruido, salió del túnel. Toshio Kitayama se aguantaba, callado, el sentimiento negro que brotaba del fondo de su cuerpo. "Ni modo. No había otro remedio. Dejé morir a Nakagawa para proteger mi vida. ¡Por mi vida! ¡Por mi vida! Pero no hay otra manera de vivir para el ser humano más que ésa". Siguió pensando, apretando su corazón suavemente. "¡No había más remedio! Yo sigo siendo el mismo que el de aquel momento. Si me ponen en aquella misma situación, otra vez igual que antes, dejaría morir a otros seres humanos. Ciertamente, aún sigo siendo no más que un hombre que cuida sólo su propia vida. No puedo hacer nada por las penas de esta persona". Sintió que ella, desde su cara blanca, despedía unos efluvios del corazón que iban hacia él. "No puedo entrar en la vida de esta persona. Yo no existo más que en mi propia vida". Sintió que él no podía encajar perfectamente en algo que había en los efluvios del corazón de ella. "¡No puedo! ¡No puedo hacer nada por una vida ajena! Un hombre que sólo cuida su vida, ¿cómo puede cuidar la vida ajena?" Así pensó.
El tren llegó a Yotsuya y se detuvo. Se abrió la puerta. Él vio que la cara de Kurako Horikawa miraba su cara. Vio que sus pequeños hombros lo incitaban. "¿La acompañaré hasta su casa o no?, pensó". ¡No puedo! ¡No puedo!", siguió pensando.
"¡Adiós", diciendo esto, bajó la cabeza. "Sí". Por reflexión ella retiró su rostro. Luego se dibujó una sonrisa dolorosa en su cara.
Ella bajó y la puerta se cerró. El tren avanza. Tras la ventanilla, él mira que la cara de ella lo busca. Después, mira que aquel rostro se aleja. La ventanilla casi rozó el rostro de ella. Así, su vida apenas rozaba la de ella. Sintió que entre sus dos vidas, a gran velocidad, había pasado una placa de vidrio transparente.

                                            
                                       http://www.mediafire.com/view/?yfv56xrdf1cbc6b   



Ango Sakaguchi

Más Mishima

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Confesiones de una máscara (1948)


                                                            http://www.mediafire.com/?xrkh09axj2cgbsq
                                                  
                                                     El color prohibido (1954) 



El rumor del oleaje (1956)




El pabellón de oro (1956)



El marino que perdió la gracia del mar (1963)

                                                     http://www.mediafire.com/view/?y5iz3n14f80tbom

Haruki Murakami por Forn

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  El mantra equivocado


Por Juan Forn
Haruki Murakami corrió una vez cien kilómetros en un día. Se pasó once horas cuarenta corriendo, desde antes del amanecer hasta que oscureció. El detalle significativo es que Murakami pertenece a un gremio mucho más proclive a pasarse once horas seguidas tumbado leyendo o sentado escribiendo que de pie y corriendo. Murakami es el escritor japonés más popular en Occidente y más cuestionado en su país natal. Por esas dos razones, da muy pocos reportajes. Y, por esa razón, su público ha desarrollado una verdadera avidez por conocer al menos algo de la intimidad de su ídolo. Durante veinte años, Murakami usó la misma foto de solapa en sus libros. Cuando por fin la cambió, sus fans descubrieron con desilusión que el nuevo Murakami tenía exactamente la misma cara, incluso la misma expresión y hasta el mismo corte de pelo veinte años después. El mismo ha dicho: “Si se filmara una película sobre mi vida, todas las escenas acabarían en el piso de la sala de montaje, descartadas porque no están del todo mal pero no aportan nada especial”.
Murakami es uno de los tantos hijos de la ocupación norteamericana de su país posterior a la Segunda Guerra. Todas las referencias culturales de sus novelas son norteamericanas (de eso lo acusa la crítica: de occidentalizar la realidad japonesa). Antes de escribir, tenía un bar de jazz en Tokio. Cuando decidió dedicarse a la literatura, a los veintinueve años, se cortó la cola de caballo que tenía, dejó de fumar, empezó a vivir de día en lugar de nocturnamente y se puso a correr todos los días (cosa que sigue haciendo hasta hoy, además de participar en al menos un maratón al año). Incluso en el Japón norteamericanizado, llamaba la atención un cultor tan ferviente del jogging. Dice Murakami que siempre le ha dado vergüenza que los vecinos de su barrio en las afueras de Tokio lo vean pasar corriendo (una señora de cierta edad le preguntó un día, muy educadamente, si por llevar una vida tan saludable no temía que llegara un momento en que no pudiera escribir más novelas). Murakami siempre está en guardia de que lo acusen de no ser el escritor o el japonés que debería ser. Por eso sólo sale a trotar al amanecer cuando está en Japón, por eso pasa la mayor parte del año en Hawai o en Harvard, y por eso, cuando se decidió hace poco a publicar un libro confesional, le puso de título De qué hablo cuando hablo de correr.
Murakami corre para escribir mejor (“Escribir novelas es una labor insana, además de antisocial. Al escribir liberamos una especie de toxina que debemos asimilar y capear con la mayor pericia posible. Comprendo los escritores que se degradan por culpa de eso, pero yo he preferido desarrollar un sistema de protección para poder lidiar con dosis cada vez más potentes de esa toxina”) y también para envejecer mejor (“A partir de mis 47 años empecé a no poder mejorar mis tiempos cuando corría. Fue la primera vez que experimenté lo que es envejecer”). Murakami dice que, cuando corre por el campus de Harvard, las chicas que se cruza son todas rubias, de piernas esbeltas y bronceadas. “Por el paso que llevan se nota que no son corredoras de fondo. Hay algo desafiante en su andar: están acostumbradas a superar a todo el mundo, a que nadie las adelante. No conocen el dolor tal como lo experimenta el corredor de maratones.”
El máximo dolor que experimentó Murakami como maratonista fue en 1996, cuando decidió correr esos cien kilómetros en un día, en el Supermaratón de Saroma (en la isla de Hokkaido, al norte del Japón) y se le saltó la cadena. Vale aclarar que, hasta entonces, Murakami nunca había corrido más de cincuenta (los maratones son todos de 42 km, la distancia exacta que hay desde Atenas hasta Maratón, en Grecia), que enfrentaba en esos días su cumpleaños número 47, que venía de ponerle punto final a la que hasta hoy es su novela más ambiciosa y polémica y admirable (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo) y que acababa de volver a vivir en Japón después del terremoto que arrasó la ciudad donde pasó su infancia (Kobe). La competencia era tan exigente que había puestos de control cada diez kilómetros y el que no cumplía tiempos mínimos en cada posta era descalificado. Dice Murakami que hasta el km 65 todo iba bien, pero de golpe fue como si se despertara una enloquecida asamblea de voces en su interior. Todos los músculos del cuerpo le hacían oír su queja, no tenía energía ni para beber agua a pesar de la sed, odiaba hasta las ovejas que pastaban felices y la brisa que movía las ramas de los árboles, estaba harto de todo y de sí mismo, y de pronto recordó un artículo que había leído sobre maratonistas donde revelaban los mantras que recitaban en su interior para autoestimularse durante una carrera. El único que recordaba decía “El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional” pero no le sirvió de nada, así que improvisó uno de su propia cosecha: “No tengo que sentir. Tengo que avanzar”. Lo único que veía eran los tres metros que tenía delante, ni el cielo ni el viento ni el lago ni los árboles ni los animales silvestres. Y de pronto fue como si cruzara una pared de piedra y ya no necesitaba pensar ni hacer el esfuerzo de no pensar. Su cuerpo iba solo. Dice Murakami que desde ese momento hasta la meta superó a doscientos corredores (“Al llegar a los doscientos dejé de contar”), dice que incluso hubiera podido seguir corriendo más allá del kilómetro 100. “Atardecía. Olía el cercano Mar de Ojotsk. Yo era yo y no lo era.”
Los días siguientes no podía bajar ni subir una escalera. Por balancear demasiado los brazos para ayudar a las piernas en aquel tramo final del maratón se le inflamaron ambas muñecas y no podía tampoco sentarse a escribir. Pero lo peor, según Murakami, fue que había quedado sin ganas de correr. Era algo espiritual, dice. Hasta le pone nombre: el Runner’s Blues. Llegado a ese punto, cuando el libro parece internarse por fin en la dimensión desconocida y el lector siente que se avecina el momento que tanto espera desde que leyó el primer libro de Murakami que cayó en sus manos, ocurre en cambio el anticlímax: Murakami nos dice que de a poco le fueron volviendo las ganas de correr, que con el tiempo retomó su rutina de correr un maratón por año, y a partir de ahí hasta el final del libro relata una tras otra varias de las competencias en las que intervino desde entonces (entre ellas su única participación, hace un par de años, en el multitudinario Maratón de Nueva York) y al leerlas uno siente lo mismo que sentía frente a las diferentes fotos de Murakami (¿nada lo ha cambiado a este tipo, en veinte años?), y casi alcanza a oír, si mira muy fijamente en el fondo de los ojos de esas fotos, un mantra repetido obstinada y mecánicamente (“No tengo que sentir. Tengo que avanzar”) y comprende con tristeza a qué se debe que Murakami no haya vuelto a escribir desde 1996 un libro que pueda compararse a su Crónica del pájaro que da cuerda al mundo 

  


versión en inglés

     

"El espejo de Matsuyama"

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El espejo de Matsuyama es un cuento tradicional de Japón
   
Tomado de aquí:
 http://www.koumyouji.com/houwa/12.htm


Traducción del japonés: Gabriela Ventureira (muchas gracias :)
 Ilustración: Dasbald


Había una vez una remota aldea llamada Matsuyama cuyos pobladores no conocían los espejos. Uno de esos pobladores, Shosuke, vivía añorando a su padre muerto 18 años atrás, e iba todos los días a visitar su tumba.


La historia de Shosuke llegó a oídos del señor feudal.


–¡Qué admirable! –exclamó–. Un hijo tan devoto de su padre merece el mejor de los premios. Tráiganlo al castillo y concédanle lo que desee.
Cuando Shosuke llegó al castillo, uno de los sirvientes le dijo:



–El señor está muy conmovido por tu amor filial y nos ha ordenado que te demos un premio. Pide lo que quieras.

–Se lo agradezco mucho, no quiero nada de lo que ustedes podrían ofrecerme. Tengo un solo deseo pero no hay señor capaz de concedérmelo.

–Vamos, dilo. No hay nada que se sustraiga al poder infinito de nuestro amo. Dinos tu deseo y se hará realidad.

–¿De veras? Bueno, entonces les pido que regresen a la vida a mi padre muerto.




Los sirvientes se miraron sorprendidos. ¿Qué iban a hacer ahora? Después de lo que le habían dicho, no podían echarse atrás. Así que formaron un apretado círculo y empezaron a discutir entre ellos. Pensaron y pensaron hasta que finalmente encontraron una solución.

–Dime, Shosuke –le dijo uno de ellos–, ¿cuántos años tenía tu padre cuando murió?

–45.

–¿Y qué edad tienes tú ahora?

–43.

–¿Te parecías a tu padre?

–Sí, dicen que soy idéntico a él.

–Bien, en ese caso… –dijo el sirviente sonriendo mientras se alejaba hacia el interior del castillo.

Al rato volvió con un baúl de mimbre.

–Acá adentro está tu papá vivo otra vez. Esconde el baúl en un lugar que nadie pueda encontrar y antes de abrirlo cerciórate de que no haya nadie alrededor. Cuando levantes la tapa, te prometo que lo verás.

El baúl contenía un gran espejo. Pero Shosuke no lo sabía ni había visto jamás algo semejante.

El hombre fue corriendo a su casa, subió al segundo piso y guardó el baúl en un armario donde nadie pudiera encontrarlo. Luego abrió la tapa con sigilo y miró el interior. Allí, en el fondo del baúl oscuro, vio la cara de su padre.

–Papá querido, ¡te extrañé tanto! ¿Estás ahí? Te ves joven y muy saludable.

Sin saber que lo que veía era su propia imagen, se puso a hablar con el espejo.

Y a partir de ese momento, cuando no había nadie en la casa, subía al segundo piso y le hablaba al espejo.

Su esposa empezó a sospechar. “Shosuke está muy raro últimamente. Cada vez que llego a casa, baja corriendo las escaleras como si ocultase algo. Voy a ver qué hay allá arriba”, se dijo, y al instante subió las escaleras, abrió el armario y descubrió el baúl. Cuando levantó la tapa, se quedó helada.


Allí adentro había una mujer. “Mientras yo me preocupaba por su extraña conducta, él escondía aquí a esta mujer horrible. ¿Por qué me hace esto a mí que soy una esposa buena y respetable?”
Enfurecida, esperó que llegara su esposo. Ni bien abrió la puerta el inocente Shosuke, le espetó:



–Hay alguien escondido en el baúl del segundo piso.

–Ah, lo descubriste. Es un regalo que me dio el señor del castillo. Allí adentro está mi padre.

–No mientas, Shosuke. Allí hay una mujer.

–¿Qué dices? Es mi papá.

–Es una mujer.

–¡Es mi papá!

–¡Es una mujer!

Un monje budista que pasaba casualmente por allí escuchó los gritos.

–¿Qué ocurre? ¿Por qué pelean? –preguntó entrando a la casa.

Los esposos le explicaron lo que pasaba.

–Bien. Yo mismo iré a ver qué hay adentro del baúl –dijo, y subió los dos pisos por escalera. Abrió la tapa y miró.

–¿Eh? Parece que la mujer por la que estaban peleando se convirtió en un bonzo arrepentido.

Haruki


Más Ishiguro

"El cortador de bambú"

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Taketori Monogatari





 Había una vez un anciano llamado 竹取翁 Taketori-no-Okina ("anciano cortador de bambú") que vivía con su esposa. Un día fue a una plantación de bambú para recolectar brotes. Cuidadosamente cortó el bambú y se quedó asombrado al encontrar a un precioso bebé en el interior. Era una niña. Taketori decidió recogerla y llevarla a su casa.

- Mira lo que he encontrado - dijo llorando el anciano mientras le mostraba a la pequeña niña que encontró dentro del bambú a su esposa. La viejita respondió:
- Ciertamente son los dioses los que nos han mandado a esta encantadora niña. 

 Decidieron quedarse con la niña y la llamaron かぐや姫 Kaguya-Hime (Princesa de la Luz Brillante). La pequeña niña creció muy rápidamente y con el tiempo se volvió muy hermosa. Cuando el anciano o su esposa estaban cansados o de mal humor, solo les bastaba con ver a la niña para sentirse bien nuevamente. Ellos vivían muy felices con Kaguya Hime, a la que querían como si fuera su propia hija. Además, desde el mismo día en que había encontrado a la pequeña, siempre que Taketori cortaba un bambú encontraba oro dentro de él. Gracias a esto, pronto se hizo rico y pudo permitirse el lujo de construir una gran casa en la que vivir cómodamente con su anciana esposa. 

 Cuando Kaguya Hime creció, se convirtió en una mujer de gran belleza, que se hizo muy famosa en todo el mundo por su elegancia y hermosura, a pesar de que el anciano no permitía que su preciosa princesa saliera de casa. Cinco príncipes llegaron a su casa para pedir la mano de Kaguya en matrimonio. Pero ella era reacia a casarse, así que les propuso a sus pretendientes varias tareas imposibles para llevar a cabo antes de conseguir casarse con ella.

 A su primer pretendiente, Kaguya le encargó traer el caliz sagrado de Buda que se encontraba en La India. Al segundo príncipe le encargó recuperar una legendaria rama hecha de plata y oro. El tercero tenía que intentar conseguir al legendario vestido del ratón de sol que se dice que está en China. Al cuarto le pidió que le trajera una joya de colores que brillaba al cuello de un dragón. Al último príncipe, le encargó una concha preciosa que las golondrinas guardaban como un tesoro. Esto desilusionó mucho a los pretendientes, pues la princesa les había pedido objetos que nadie sabía si existían realmente. Aún así decidieron intentarlo.

  Un día, llego el primer hombre y trajo la taza de Buda que la princesa había pedido, pero pronto Kaguya descubrió que no había ido realmente a la India como ella lo pidió, sino que en su lugar le había traído una taza sucia de un templo cerca de Kyoto. Cuando la princesa lo vio, supo inmediatamente que esta no era la taza de Buda.
  
 El segundo no tenía idea de donde podría encontrarse una rama de plata y oro, por lo que decidió ordenárselo a unos joyeros. Cuando los joyeros fabricaron la rama, él se la llevó a la princesa. Era una rama de plata y oro tan maravillosa que ella pensó que realmente se trataba de lo que había pedido y pensó que no podría escapar del matrimonio con este joven... de no ser porque los joyeros aparecieron para reclamar al pretendiente su dinero. De esta manera la princesa comprendió que esta rama no era la verdadera y por consiguiente no era lo que ella había pedido.

 El tercer pretendiente, a quién se le había pedido el vestido del ratón del sol, les dio dinero a algunos comerciantes que iban a China. Ellos le trajeron una piel vistosa y le dijeron que pertenecía al ratón de sol. Se lo llevó a la princesa y ella dijo :
- Realmente es una piel muy fina. Pero la piel del ratón de sol no arde, aún cuando se tira al fuego.  Probémoslo.
 Y Kaguya tiró la piel en el fuego, y como era de esperar, la piel ardió.

 El cuarto pretendiente era muy valiente e intentó encontrar al dragón por sí mismo. Navegó y vagó durante mucho tiempo, porque nadie sabía donde vivía el dragón. Pero durante una jornada, fue asediado por una tormenta en la que casi pierde la vida. La tormenta le impidió seguir buscando al dragón, así que regresó a su casa. De vuelta en su hogar, se encontró muy enfermo y no pudo volver con la Princesa Kaguya.

 El quinto y último de los hombres buscó en todos los nidos, y en uno de ellos pensó que había encontrado lo que la princesa le había encargado; pero al bajar tan aprisa por la escalera, se cayó y se lastimó. Ni siquiera lo que tenía en su mano era la concha que la princesa había pedido, sino una golondrina vieja y dura.

 De este modo todos los pretendientes fracasaron, y ninguno podría casarse con la princesa.
Un día, el Emperador quiso conocer la extraordinaria belleza de Kaguya Hime. En cuanto la vio, quedó prendado de la joven y le pidió que se casara con él y fuera a vivir a su palacio. Pero la princesa rechazó también su propuesta, diciéndole que era imposible, ya que ella no había nacido en el planeta y no podía ir con él.

 Ese verano, cada vez que la princesa miraba la Luna, sus ojos se llenaban de lágrimas. Los ancianos estaban muy preocupados, pero la princesa guardaba silencio. Un día antes de la luna llena de mediados de agosto, la princesa explicó por qué estaba tan triste. Explicó que no había nacido en el planeta, sino que procedía de la Ciudad de la Luna (月の都 Tsuki no Miyako), a dónde debía regresar en la próxima luna llena, y que vendrían personas a buscarla.
Los ancianos trataron de convencerla de que no partiera, pero ella contestó que debía hacerlo. Así que Taketori corrió en busca del Emperador, y le contó toda la historia. El Emperador, para evitar que la princesa Kaguya se marchara, envió a su casa una gran cantidad de soldados.

 Pero en la noche de la luna llena de mediados de agosto, una intensa luz los cegó a todos y las gentes de la Ciudad de la Luna bajaron a por la princesa. Los soldados no pudieron combatir ni tratar siquiera de impedirlo, porque estaban cegados por aquella intensa luz y porque extrañamente habían perdido las ganas de luchar.

 La princesa se despidió de sus padres, y les dijo que no deseaba irse, pero que tenía que hacerlo. También se despidió del Emperador por medio de una carta.


 El desolado Emperador envió un ejército entero de soldados a la montaña más alta de Japón, el gran Monte Fuji. La misión era subir hasta la cima y quemar la carta que Kaguya-Hime había escrito, con la esperanza de que llegara a la ahora distante princesa.

 Años después, de la Luna cayó la capa que la gente de la Ciudad de la Luna le había dado a la princesa Kaguya. Un monje, llamado Miatsu, se enteró de la historia de la princesa y fue a ver al Emperador. Le dijo que si alguna vez la luna llena aparecía más de lo debido, llevaran la capa al Monte Fuji y lo quemaran. El monje le dijo que la princesa Kaguya había recibido la carta que el había quemado , y que se encontraba molesta por no haberse podido quedar en el planeta, por lo que había decidido convertir la Tierra en un lugar como la luna. El Emperador le pidió al monje que sellara a Kaguya en un lugar del cual jamás pudiera salir.

 La princesa Kaguya se enteró por medio de un susurro de un sirviente del palacio que estaba encargado de cuidar el espejo que la mantenía cautiva del hechizo y el engaño del Emperador, así que le pidió a uno de los habitantes de la Ciudad de la Luna que hiciera que del Monte Fuji cayera fuego, lava, cenizas y gases venenosos que causaran la muerte de la región entera. Esa persona así lo hizo, y tomando la furia de la princesa como componente principal, creó al volcán (antes era nada más una montaña), que no hizo erupción debido a que la rabia de la princesa no era suficiente, por lo que tenían que esperar hasta que la rabia de la princesa se acumulara y fuera la suficiente para hacer estallar al volcán.

Desde entonces las erupciones del Fuji , aunque escasas, han sido violentas, debido a la furia de Kaguya Hime.



Notas:
 La historia del cortador de bambú y Kaguya Hime está considerada como el relato narrativo más antiguo del folklore japonés, y un ejemplo muy temprano de lo que se podría llamar "proto-ciencia ficción".

 Este cuento presenta bastantes similitudes con un antiguo relato tibetano, Banzhu Guniang (班竹姑娘).

 En 1987 la historia fue adaptada al cine, en un largometraje dirigido por Kon Ichikawa y protagonizado por Yasuko Sawaguchi, Toshiro Mifune, Megumi Odaka y Ayako Wakao. También cuenta con diversas adaptaciones al manga y al anime, además de numerosas referencias directas a esta leyenda, por ejemplo en títulos como Doraemon y Sailor Moon.


                                         http://www.mediafire.com/view/?4sp2p7sb752i2i5



                   Taketori Monogatari ( The Tale of the Bamboo Cutter) dirigido por Kon Ichikawa       


Higuchi Ichiyo

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Cuento " Takekurabe" (1895-6) (Child ´s play)-en inglés:


Entrevista a Amalia Sato presentando a Higuchi Ichiyo:

La oscuridad es otro sol

Por primera vez acaban de editarse en castellano Cerezos en tinieblas, veintiún relatos de Higuchi Ichiyo, que a fines del siglo XIX se convirtió en la primera escritora moderna del Japón a pesar de haber vivido sólo 24 años. Amalia Sato, responsable de la edición, habla aquí del breve pero intenso melodrama de la vida de esta autora que supo convertir la tragedia en exquisita literatura.

Aunque el Diccionario de la Real Academia se sigue resistiendo, en la Argentina el lenguaje coloquial ha incorporado el femenino de la palabra genio, que viene de perlas para nombrar a Higuchi Ichiyo, una genia indiscutible, autora de 21 relatos, varios ensayos, más de tres mil poemas cortos. Escritora japonesa de fines del siglo XIX (1872-1896), una leyenda en su país y muy valorada por la crítica literaria internacional más exigente, Higuchi acaba de ser editada por primera vez en castellano. Un acontecimiento literario con el que se inicia la porteña Editorial Kaicron: cinco relatos de la precoz escritora y poeta publicados bajo el título Cerezos en tinieblas, traducidos del japonés por la argentina Rieko Abe y por las mexicanas Hiroko Hamada y Virginia Meza.
“La traducción presentaba enormes dificultades porque Higuchi va recogiendo y procesando elementos de fuentes muy diversas, de las antologías clásicas a las narraciones populares”, dice Amalia Sato, entrevistada por Las/12, directora de la revista cultural Tokonama, a su vez traductora, quien seleccionó, prologó y revisó esta edición de Cerezos... “Ella, pese a su extrema juventud, a la interrupción de sus estudios y a todos los escollos y penurias que debió superar hasta que la enfermedad puso fin a su breve vida, tenía en su cabeza un registro impresionante de alusiones literarias. Me contaron las traductoras del Colegio de México que cada palabra, cada frase, evocaba un poema, un refrán, una situación de un relato anterior...”
¿Por qué se dice que las mujeres fndaron la escritura japonesa?
–La escritura fonética en Japón, un derivado del ideograma chino por simplificación caligráfica y conceptual, se conoce con el nombre de escritura de mujer. Porque las mujeres, con el intercambio epistolar amoroso que tuvieron con los hombres –sobre todo a través de poemas que respondían a otros poemas– intervinieron mucho en esta transformación caligráfica de la escritura. Esto trae aparejada una percepción de género muy interesante, a un punto tal que toda la literatura japonesa, incluida la escrita por hombres, recibe el calificativo de femenina debido a ese origen que te mencioné.
Entre Murasaki Shibuki y Sei Shonagan, de la era Heian, siglos X y XI, y la irrupción fulgurante de Higuchi Ichiyo, ¿no aparecen otras grandes escritoras en Japón?
–No, después de las autoras de Gengi Monogatari y de El libro de la almohada, acá editado por Adriana Hidalgo, desaparece de la escena la mujer escritora como tal, aunque muchas sigan haciendo sobre todo poemas. Pero desde el siglo XII al XIX se imponen los personajes del guerrero y el monje hasta la saturación. La mujer está, en todo caso, como personaje literario en diversos roles, es recordada como poeta. Por eso es todo un acontecimiento que se haya podido editar a Higuchi Ichiyo, considerada la primera escritora moderna de Japón.
Ella parece adelantarse al siglo XX por la libertad de su escritura, por los recursos literarios que emplea, por su sensibilidad feminista.
–Sí, es muy compleja y a la vez muy atractiva. Tiene todos los ingredientes del melodrama, del mundo de los sentimientos, casi como una telenovela por momentos, toca todas las fibras sensibles con suma delicadeza. Ella tiene muy claro los temas centrales de Edo, antes de Meiji, es decir, de la modernización: el sexo y el dinero.
Es sorprendente la maestría con que maneja la técnica: el monólogo interior, las idas y venidas en el tiempo, el acercamiento a la intimidad más secreta de un personaje y luego una frase que pone distancia...
–Esos recursos que se pueden leer como tan modernos en la actualidad, en parte provenían de la narrativa oral, esto merece ser remarcado. En Japón hubo siempre este tipo de narradores que te contaban historias, los rakuyo, narradores populares que usaban, por ejemplo, esos cambios temporales dentro del relato. El monólogo interior, el diálogo, los saltos hacia atrás o hacia delante ya estaban en ese tipo de narración. Higuchi, con gran inteligencia, retoma esos recursos y los utiliza literariamente.
Según apuntás en el prólogo de Cerezos en tinieblas, Higuchi Ichiyo tuvo una educación lamentablemente interrumpida en un momento crucial.
–De niña, ella empezó a estudiar en una escuela privada: gramática, caligrafía, aritmética, anatomía, higiene, geometría, química, geografía... Todas esas materias, debido a la influencia occidental, significaban un gran cambio en ese momento. Pero cuando Higuchi tiene 11, la madre, que era muy rígida, decide suspender la educación con el pretexto de que resultaba más conveniente que la chica aprendiese a coser y a llevar una casa. Entonces, con mucho sufrimiento, entre los 11 y los 14 años de la breve vida que tiene, Higuchi tuvo que dejar de ir a la escuela. Afortunadamente, el padre la incentivaba a leer, le procuraba libros: seguramente ya había advertido el talento excepcional de la niña. Finalmente a los 14, y esto tendrá una importancia capital para ella, logra que la manden a una escuela de poesía, El gabinete de los tréboles, donde enseñaba la poeta Nakajima Utako. En realidad, se trataba de una escuela para niñas bien, mientras que Higuchi era hija de un empleado municipal de rango inferior y de un ama de casa, una familia samurai venida a menos por esos avatares de la modernización. Entonces, ella va a este lugar donde se siente un poco descolocada porque todas sus compañeras son chicas más o menos aristocráticas que estudiaban literatura clásica y practicaban poesía para mejorar su educación y conseguir, digamos, un buen partido. Nada que ver con Higuchi, auténtica fanática de la literatura, con una ilimitada sed de conocimientos.
¿Por qué es tan importante para ella tomar esas clases?
–Allí toma contacto con las antologías imperiales de poesía, con ese extraordinario siglo X de escritoras. Se nutre de literatura clásica y al mismo tiempo, ayuda a servir el té, a limpiar, casi como una criada para pagar en parte sus estudios. Ahí es donde advierte el lugar social que ocupa, la diferencia abismal de clases que había entre ella y sus compañeras. Pero Higuchi no se achica: ella era demasiado orgullosa y por otra parte, superaba largamente a todas en rapidez e inteligencia. O sea que de esa enseñanza general occidentalizada de muy niña, pasó a esta educación refinada que a ella le sirvió tanto. También vale señalar que Higuchi, por esta situación de su familia camino del empobrecimiento, se tiene que mudar unas doce veces en Tokio, y estos cambios de barrio y de vecindario los aprovecha para agudizar su registro urbano, que luego reflejará en sus obras. Observa los cambios que se están dando en la ciudad, barrios viejos que caen, otros nuevos que se levantan, mentalidades que se modifican, amplía su galería de personajes... También vive tragedias familiares: primero muere de tuberculosis el hermano mayor, dos años después le pasa lo mismo al padre. La madre se queda con dos hijas, ése es el grupo familiar que tenemos.
Una imagen de melodrama de Dickens...
–Es que efectivamente la vida de Higuchi es un melodrama sin remedio. Imaginate esa familia en descenso, esa niña desesperada por estudiar que es sacada abruptamente del colegio a los 11, las muertes de seres tan queridos, tener que hacer trabajos de criada en esa escuela, luego coser para afuera, su enfermedad y su muerte tan joven. Es realmente la chica melodrama.
La imagen de ella a través de la foto que está en el libro que acaba de salir se puede vislumbrar todo ese dolor contenido, mucha dignidad y entereza. Pero por sobre todo, una tristeza infinita.
–Sí, es la única foto que se conserva de ella, con su kimonito rayado que ahora nos puede parecer elegante, pero que en realidad era muy humilde, de algodón. Ella peinada muy prolijita, con esa cara en la que se lee una vida tan intensa, como abusada por tanta fatalidad. Para los cánones de esa escuela de poesía, por ejemplo, era como una chica deslucida.
Finalmente, Higuchi tuvo que aplicar sus conocimientos de costura, como pensaba con llano espíritu práctico la madre cuando la sacó del colegio.
–Si bien la madre y las hijas siempre hacían trabajitos de costura, la actividad regular tiene lugar cuando se mudan en 1893 a Rusenji, cerca de Yoshiwara, barrio de prostitución. En esa casita viven diez meses y cosen para las geishas, para las mujeres que viven en Yoshiwara. Una situación que se podría considerar deplorable para una escritora, especialmente después de tantas privaciones, pero que para Higuchi –finísima observadora– representa un tesoro de descubrimientos para su literatura. Esa etapa le dio material para varios de sus relatos, algunos de los cuales figuran en Cerezos en tinieblas.
En Yoshiwara ¿había distintas castas de prostitutas?
–Totalmente, era un lugar muy estratificado que duró de 1617 hasta 1958, muy completo, de un alto nivel de sofisticación para marcar las diferencias de las prostitutas y de los clientes. Eran unas ocho manzanas, con doscientos establecimientos de té, casas de prostitución, rodeados de un foso de agua, muros no muy altos y sauces en la entrada. Entonces, Higuchi tiene una visión del lado de adentro, sin exotismos, de toda la problemática de estas mujeres. No era raro que algunas alimentaran el ideal de amor romántico, tal como aparece en uno de los cuentos de Cerezos..., con esa geisha jovencita enamorada del estudiante. Porque en esta época Meiji aparece la figura de una nueva masculinidad: el hombre galante, suave, con un savoir faire mundano, no siempre con dinero.
Tampoco en amores le fue muy bien a la escritora...
–Hay un personaje de mucho peso en la vida de Higuchi, después de la maestra de poesía: un mentor que se llama Nakarai Tosui. Este señor era una especie de playboy, un donjuán de 31 años, autor popular de relatos que se publicaban en el diario Aasahi. El se transformó de alguna manera en protector literario de Higuchi, la acerca a la narrativa de la época Edo, llena de episodios sentimentales, truculentos, muy entretenida para el público. El espíritu de dilettantismo, de connaisseur que desarrolla Nakarai es otro tesoro para Higuchi, quien aprende, entre otras cosas, a escribir diálogos impecables, que expresan a los personajes, su perfil, sus motivos. Por supuesto que ella se enamora de este galán buen mozo, hay como un romance que termina mal para ella, que vuelca todo su dolor en su diario. Unos años antes de este gran amor, hubo otro hombre en la vida de Higuchi, de la familia Shibuya, un noviecito de la niñez que la deja cuando se le muere el padre.
Es realmente un tango la vida de Higuchi Ichiyo.
–Sí, es terrible y a la vez maravilloso que todas esas experiencias ella las capitalice para su obra. Lo bueno de Nakarai es que él la conecta con revistas literarias, incluso le publica el cuento Cerezos en tinieblas, que da título al libro, en su periódico. Mori Osai, un gran escritor de la época, la valora mucho, le da todo su apoyo. Tampoco es que haya sido ignorada en vida, aunque no llegó a publicar libros, pero recordemos que murió a los 24. En los últimos tiempos, sus admiradores la llenaban de atenciones, le llevaban regalos. Al menos disfrutó ese reconocimiento. Cuando murió, aunque el entierro fue muy humilde, Mori la acompañó montado a caballo, un gran homenaje.
¿El diario tuvo difusión después de su muerte?
–Mucha. Se llama A la sombra de las hojas de primavera. Escribir diarios es una tradición literaria muy japonesa. La literatura prácticamente se inicia con los nikki, pero lo que Higuchi hace, además del relato personal, es una vivisección moderna del mundo que la rodea. A propósito de melodrama, fijate cómo empieza el diario: “Si sólo pudiera vivir a la sombra de las hojas primaverales en lugar de estar en un mundo de desilusión y desesperación...”. En los años ‘70, se leía este diario –muchos cuadernos– por la radio en Japón. Fue un éxito, en plena época de efervescencia feminista, Higuchi Ichiyo devino un símbolo porque había hecho una crítica muy fuerte, muy penetrante, de una lucidez increíble de toda la problemática de la mujer de fines del XIX. Aparte, en algunos de sus textos ella trata un tema, moderno si los hay, como el de la adolescencia, el pasaje a la adultez. Ella capta la inquietud de esta etapa de la vida. Otra cuestión que la obsesiona es la mutabilidad de los lazos humanos, ella valora mucho ese momento de amistad entre varón y mujer cuando son jovencitos, todavía está el espíritu de juego y se da un auténtica paridad.
Ella no sólo revela pliegues muy profundos del corazón femenino, también una actitud muy comprensiva hacia los personajes masculinos, de gran diversidad.
–Higuchi Ichiyo tiene esa nobleza en su genialidad, es verdad. El hombre no es el enemigo, también carga con sus conflictos, sus desgracias. Ella le da a cada personaje la oportunidad de justificar su posición en el mundo, no deja a nadie sin su palabra.






Genji Monogatari

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Algunos capítulos en español:



Capítulo I- El Pabellón de la paulonia (Kiritsubo)        


                   

Capítulo II-El árbol de retama (Hakagi)




 Capítulo III-El caparazón de cigarra (Utsusemi):  


             
  
Capítulo IV-La belleza crepuscular (Yugao):  


               

Capítulo V-La joven Murasaki (Wakamurasaki):





Capítulo VI-El alazor (Suetsumuhana)





Capítulos VII-VIII: Bajo las hojas otoñales( Momiji no ga)
                                Bajo las flores del cerezo (Hana-No-En)
        http://www.mediafire.com/view/?4l73nj1xsssdegd





Capítulo IX- Aoi  (Aoi):





Capítulo XXXII - La rama del ciruelo (Umegae)
http://www.mediafire.com/view/?ne95lq9fsnpinbw


The Tale of Genji (en inglés)




http://www.mediafire.com/view/?gp8x4i6w4anxrvy


Genji Monogatari (Chapters 1-17, abridged )
translated by Suyematz Kenchio

http://www.mediafire.com/view/?ra2463wzvco4ohu


Kenzaburo Oé por Forn

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Larga vida a Kenzaburo

Por Juan Forn


El artículo noveno de la Constitución japonesa es único en el mundo: estipula que Japón no puede tener fuerzas armadas. Como bien se sabe, esa Constitución fue redactada después de la rendición de Hirohito en 1945, momento en el que “era un imperativo moral para el Japón demostrar que renunciaba para siempre a la guerra”, según las famosas palabras que pronunció Kenzaburo Oé cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en 1994. Por eso cada vez que la comunidad internacional “sugirió” en los últimos tiempos a Japón que debía ofrecer efectivos militares a las brigadas internacionales cuya presunta función es “preservar” o “restaurar” la paz en el mundo, Oé alzó su voz en contra. Y cuando la derecha japonesa intentó ampararse en esas presiones de Occidente para derogar el Artículo 9, Oé creó una asociación en defensa de ese artículo de la Constitución. Aunque sólo logró siete mil firmas de apoyo, cifra más que exigua en Japón (baste mencionar que cada libro de Oé que se publica allí tiene una tirada inicial cinco veces superior, y eso que Oé no es precisamente un autor de éxito en su país), eso no ha impedido que la derecha japonesa pusiera en marcha una sonada causa judicial contra él, en la que según ellos está en juego el honor militar de la nación, mancillado por Oé en su libro Notas de Okinawa, de 1970.
Oé ha declarado famosa y repetidamente (la última vez ante al tribunal de Osaka que lleva la causa contra él): “Mi vida está marcada por tres eventos: el nacimiento de mi hijo con daños mentales permanentes en 1963, el viaje que hice a Hiroshima al año siguiente y el que hice a Okinawa dos años después. Todo mi trabajo intelectual se sostiene en esos tres pilares. Y me enorgullece que el resultado literario de esas tres experiencias, la novela Una cuestión personal y los ensayos Notas de Hiro-shima y Notas de Okinawa, pudieran publicarse y puedan leerse hasta hoy en mi país tal como los escribí”. Ríos de tinta han corrido en el mundo sobre el modo en que Oé escribió sobre su hijo en Una cuestión personal. Mucho menos se sabe sobre los dos ensayos (de hecho, ni siquiera están traducidos a nuestro idioma). En el libro sobre Hiroshima, Oé hacía foco en la traumática manera en que Japón lidiaba con los sobrevivientes de la bomba atómica. En el de Okinawa, trataba una materia aun más volátil: la manera en que su país recordaba los “suicidios en masa” de civiles en las islas okinawenses, ante la llegada de las tropas norteamericanas, cerca del fin de la guerra.
Oé había descubierto con horror, al visitar en 1965 el templo en honor a las víctimas en Yasukuni, que se las honraba como combatientes de guerra (aunque la mayoría de las setecientas víctimas eran no sólo civiles sino mujeres, ancianos y niños). Lo ocurrido en aquellas abominables jornadas de 1945 fue que las tropas imperiales, en su repliegue, ordenaban a los civiles de cada aldea que se suicidaran antes de caer en manos del invasor, en algunos casos entregándoles granadas de mano, en otros obligando a los jefes de aldea a arrear a la población hasta los acantilados para que se arrojaran todos al vacío. Oé sostenía en su libro que era una falacia moral llamar “suicidios en masa” a aquellas muertes inducidas y que era indispensable para la memoria colectiva japonesa que no se callara lo que había ocurrido realmente. Siguiendo al libro de Oé y al monumental trabajo del historiador Saburo Ienaga (La Guerra del Pacífico), los manuales de historia que utilizan los estudiantes japoneses desde 1970 se refieren al episodio como “los suicidios en masa inducidos por el ejército imperial”. Así se mantuvieron las cosas hasta que en el año 2004, los descendientes de uno de los comandantes militares de Okinawa durante la guerra se presentaron en los tribunales japoneses y, amparándose en un libro de 1973 de la historiadora revisionista Ayako Sono (La historia detrás de un mito), exigieron que se retiraran inmediatamente de circulación en todo Japón esos manuales de historia y que Oé les pagara 200 mil dólares en resarcimiento por las calumnias que contenía su libro sobre Okinawa.
Asombrosamente, el poderoso equipo legal armado para sustentar el reclamo, compuesto por conspicuos personajes de la derecha y del lobby promilitar japoneses, fundamentó la causa en un párrafo del libro de Sono en el que, malinterpretando arteramente palabras de Oé, sostenía que éste acusaba de genocidio al comandante Akamatsu. En realidad, Oé se había cuidado bien de dar nombres en su libro: según él, no se trataba (en 1970, veinticinco años después de los hechos) de hacer condenas individuales sino de lograr que el pueblo japonés entendiera cabalmente que el espíritu militarista que había regido al país era una aberración que no debía repetirse jamás. Dos episodios inquietantes parecieron anticipar una derrota judicial de Oé: el diario conservador Yomiuri Shinbun reprodujo en primera plana unas declaraciones hechas en el estrado por la historiadora Sono (en realidad se había limitado a leer un párrafo de su libro de 1973, donde decía: “Lo que encuentro incomprensible es por qué, tanto tiempo después de la guerra, el señor Oé insiste en cuestionar la pureza del gesto de todas esas personas que eligieron morir por la patria y pretende hacernos creer que fue un acto realizado a la fuerza”); acto seguido, el Ministerio de Educación decidió de motu proprio retirar de currícula aquellos manuales de historia que mencionaban “los suicidios en masa inducidos por el ejército imperial”.
Para sorpresa y alivio de muchos, cuando finalmente se conoció el fallo del tribunal de Osaka fue favorable a Oé: se desestimó la demanda y se ordenó que aquellos manuales volvieran a integrar la currícula de las escuelas japonesas (lo que generó que más de cien mil personas salieran a festejar por las calles de Okinawa, la mayor manifestación de su historia). Los litigantes, sin embargo, han logrado que se les conceda una apelación y el proceso, que ya lleva seis años, se prolongará cuanto menos por tres años más. Oé, quien cumplirá los setenta y cinco este domingo 31 de enero, declaró que sólo le importa tener tiempo en este mundo para poder hacer dos cosas: una de ellas es llegar vivo al momento en que la Corte Suprema japonesa se expida sobre el caso; la otra es escribir una novela que cuente la historia del Japón moderno (desde que comenzó a manifestar sus primeros signos imperialistas de conquista hasta el derrumbe de la burbuja de bienestar económico en 1990). Con la siguiente salvedad: el narrador, el punto de vista de esa historia, será el de su hijo Hikari, el disminuido mental que logró aprender música gracias a su asombrosa capacidad para imitar el canto de los pájaros y cuyas piezas han sido ejecutadas por Rostropovich y Martha Argerich. Difícil imaginar un libro más valioso, y más difícil de tragar, para el Japón de hoy.


                                              http://www.mediafire.com/?qw4fcq2q25cm4td


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